Mientras en Lima empezaban a caer las primeras gotas de garúa invernal, Pauline Woodman
y un grupo de once mujeres se dirigían hacia la cadena montañosa más alta del mundo, coronada por el imponente Everest. Una historia de aventuras, noches heladas y encuentros inesperados en el medio de la nada, desde donde se puede ver todo.
Fotos de Pauline Woodman
«Era importante salir de nuestra burbuja”, repite varias veces Pauline Woodman mientras nos cuenta la gran aventura protagonizada por doce mujeres que decidieron abandonar la comodidad limeña para perderse en las alturas de la cordillera del Himalaya, donde las montañas tocan el cielo.
“Somos un grupo grande, amigas de la vida, que siempre tratamos de juntarnos para hacer caminatas o bicicleteadas”, comenta Pauline. “La lista de candidatas era larga, y al final quedamos doce”, agrega. La preparación física y mental es indispensable para llegar a un lugar tan inhóspito –el punto más alto al que llegaron era de más de 5800 metros sobre el nivel del mar– en buenas condiciones. “Hemos ido a los Alpes, a Santiago de Compostela, a Huayhuash, pero el viaje más desafiante ha sido este. Todas nos hemos tenido que preparar físicamente, y el hecho de que yo trabaje como trainer en gimnasios me ayudó”, señala Pauline. Primero llegaron a Nepal y volaron a Lutka, donde aterrizaron en uno de los aeropuertos más peligrosos del mundo, por lo corto de la pista de aterrizaje y los infinitos acantilados que la rodean. La meta era llegar al Basecamp, el primer punto del largo viaje que realizan quienes intentan llegar al Everest. En Namche Bazaar, recibieron la bendición de monjes budistas –del cuello de Pauline todavía cuelga la pita roja que simboliza la bendición–.
“Empezamos a 2600 metros de altura y de ahí fuimos subiendo, siempre poco a poco, punto por punto, porque teníamos que aclimatarnos”, narra Pauline, entusiasmada como si siguiera allí. Los sherpas –guías de las montañas en Nepal– cargaban hasta treinta y cinco kilos sujetos a sus cabezas, con comida y equipaje. “Por eso”, añade Pauline, “teníamos que comernos absolutamente todo lo que nos daban. Dejar o regalar algo era una afrenta para ellos. Así que, por más que no tuviéramos hambre, teníamos que comer. La alimentación fue cambiando conforme fuimos subiendo, así como los hospedajes. Primero estabas en un lugar lindo, cómodo, y poco a poco era peor, primero con un baño para todas, después con un silo fuera de los cuartos, y terminabas comiendo papas o sopas sin carnes o verduras. Era duro pero impresionante: teníamos que salir de nuestra burbuja”, agrega Pauline.
Según ella, los mejores momentos del viaje se dieron cuando conocieron gente de todo el mundo y de todas las edades: todos tenían un porqué, todos disfrutaban de estar en el medio de la nada. Ya en lo más alto de su trayecto, pudieron cumplir un sueño: ver el amanecer reflejado en el Everest. “Llegamos hasta los 5 800 metros, pero valió la pena. Después de ocho días de caminata, puedo decir que fue un viaje alucinante, valió todo el esfuerzo”, afirma Pauline. Y finaliza: “Hemos cumplido un sueño, podemos tacharlo de nuestra bucket list”. Sana envidia la que sentimos quienes nos quedamos cómodos a ras de tierra.