El pintor trujillano festejará su cumpleaños con una gran retrospectiva en el Museo de la Nación, a partir del 1 de setiembre. En esta entrevista, recuerda su niñez en el pueblo de Paiján, la travesía a Europa junto a Tilsa Tsuchiya y Alfredo González Basurco, el descubrimiento de su obra por Roberto Matta en Roma, el ascenso entre las galerías europeas y los alborotados años sesenta. Sobre su obra mayor reflexiona: “Ahora ya no trabajo; juego”.

Por Renato Velásquez (@velasquezrenato)

Gerardo Chávez

Gerardo Chávez está a punto de cumplir ochenta años, pero es fuerte como un algarrobo. Se mueve con energía entre las obras de su taller: caballos traídos de la India, máscaras de Papúa Nueva Guinea, tambores africanos, obras de Wilfredo Lam, esculturas propias y ajenas, huacos mochica y chimú.

Dice que no tiene idea de cuántos cuadros ha pintado, pero que deben ser más de mil. “Después de recorrer tantos colores, mi obra se dirige hacia un perfil monocromático que es el de los cerros, el del desierto”, sugiere.

Gerardo Chávez

En París, a mediados de los sesenta.

La patria del artista es su infancia. ¿Cómo fue la tuya?

Tuvo sus dolores, pero los he venido sublimando con el tiempo. Me quedé huérfano a los cinco años, y mi padre me llevó al pueblo de Paiján, donde viví con mi madrastra. Aunque ahora prefiero recordarla como la señora que me crió, la esposa de mi padre. Creo que si ella no hubiera existido, nunca me hubiera rebelado para ser artista… Cuando comencé a tomar conciencia de que mi madre había muerto, recuerdo que miraba hacia el cielo y la identificaba con la estrella más luminosa de todas. No había luz eléctrica, y la gente se alumbraba con lámparas de querosene. Cuando se acababa el combustible, hacia las diez u once de la noche, todo quedaba en tinieblas. Y los niños nos reuníamos para contar historias sobre el diablo, y nos inventábamos nuestro diablo, que venía a caballo blanco, echando fuego por la boca… Era fascinante.

Pintor de puertas

Gerardo cuenta que en ese pueblo fue un niño extraordinariamente libre. Jugaba con la cometa, robaba fruta verde de las huertas y trabajaba pintando alegorías de paisajes suizos en los restaurantes. Además, vendía raspadillas, helados y periódicos.

¿Cómo tomaste conciencia de tu talento para la pintura?

Al principio, quería liberarme del pueblo haciendo arte, pero en los circos. Quería fugarme para ser payaso o trapecista. Un día, cuando pintaba uno de esos portones enormes de Paiján, una señora me dijo: “Tú vas a ser un gran pintor”. Fui a buscar esa palabra en el diccionario; le pregunté a mi profesor qué era eso. Él, a su manera, me habló de Miguel Ángel y el Renacimiento italiano. “Tú, que dibujas tan lindo, podrías intentarlo”, me animó.

Gerardo Chávez

“Nostalgias de Huachipa”, óleo de 1993.

Tenías un hermano mayor que ya era pintor: Ángel Chávez.

Dos semanas después, él salió en un reportaje del periódico “Última hora”, titulado “Los grandes del pincel”. Entonces se prendió la fogata: “Quiero ser como mi hermano Ángel Chávez”, me propuse. Empecé a ordenar mi pasión pintando cada vez más, modelando cerámicas… La creación ya estaba conmigo.

¿A qué edad logras huir de Paiján?

A los diez u once años. Viví con un hermano que era futbolista, luego con una hermana que me ayudó a terminar el colegio. Cuando llegué a Lima para vivir con Ángel, ya tenía diecisiete años. Él me contó que la pintura era una carrera muy dura, y me aconsejó estudiar otra cosa: ser arquitecto. Aproveché que ganó un premio nacional de pintura (el Francisco Laso, 1956) y me fui de su casa. Me matriculé en Bellas Artes y ahí me encontré en mi ambiente: todo el mundo se sentía artista. Terminé la carrera con honores y estaba decidido a irme del Perú: aquí tenía la sombra de mi hermano, que ya era un gran pintor.

Gerardo Chávez

“Metamorfosis del agua”, obra de 1973.

¿Cómo fue tu llegada a Europa?

Nos embarcamos con Tilsa (Tsuchiya) y su novio de ese momento: (Alfredo González) Basurco. La idea era ir hasta París, donde Basurco se había ganado una beca, y vivir bajo su sombra porque ninguno tenía dinero. Llegamos a Nápoles, y de ahí seguimos hacia Roma y Florencia, que a mí me pareció una meca maravillosa: Giotto, Rafael, los Médicis, todo eso lo había estudiado y admirado. Entonces, les anuncié: “¡Me quedo!”. Y Basurco me dijo: “¡Cómo nos vas a dejar! ¡No tenemos ni medio!”. Me quedaban treinta dólares de los cincuenta que me había dado mi hermana, así que los repartí entre los tres. De esa forma, obtuve la autorización moral para separarme de ellos (risas).

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