Fue una de las especialistas de arte colonial y republicano más rigurosas del país, y quizá la menos reconocida. El Museo de Arte de Lima rinde homenaje a Sara de Lavalle en su XXII Subasta Anual. Una puja que, el próximo 23 de setiembre, reunirá una selección de su colección personal.
Por Gloria Ziegler
Sara de Lavalle Garagorri nació en Lima el 8 de junio de 1922. Primera de las cuatro hijas que tuvieron Sara Garagorri Cebrián –ama de casa, hija de inmigrantes vascos– y José Antonio de Lavalle y García –el ingeniero agrónomo que promovió la crianza del caballo de paso peruano y se hizo popular por “José Antonio”, vals que le dedicó Chabuca Granda–.
La futura especialista en arte peruano creció en una familia donde convivían descendientes de condes, empresarios, mecenas y políticos de apellidos distinguidos. Donde se hablaba de cultivos agrícolas y de alpacas, pero también de películas de moda, y se organizaban “Salones del ocio”, reuniones que atraían a intelectuales, poetas y pintores amigos de su padre.
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En ese mundo que empezaba a reparar en las artes peruanas más relegadas, Sara de Lavalle se sentía afín a su padre. No era solo una cuestión de sensibilidad: compartían el interés por el coleccionismo. También el ojo crítico. Y en un balance, entre ese gusto heredado y una curiosidad
voraz, Sara descubrió varios oficios –curadora, museógrafa, anticuaria–, cuando ni siquiera se esperaba que quisiera uno.
LA PRECURSORA
A inicios de los años sesenta, cuando el Museo de Arte de Lima era una novedad, Sara de Lavalle ya trabajaba como curadora de sus exposiciones. Los escépticos dirán que el recuerdo de su padre –uno de los miembros del Patronato de las Artes que gestó el museo y murió cuatro años antes de su inauguración– tuvo alguna influencia en esa llegada. Eso, sin embargo, no explica el prestigio que ella alcanzó allí.
“Era una experta formada en el campo y colaboró de cerca con Federico Kauffmann y Francisco Stastny cuando organizaron las primeras exposiciones científicas de arte virreinal y popular”, explica Wuffarden. El historiador del arte la conoció una década más tarde, cuando editó uno de sus libros sobre TilsaTsuchiya. Sara de Lavalle se convirtió rápidamente en una de las fuentes recurrentes de sus investigaciones y exposiciones históricas.
Su labor fue decisiva en la organización del primer museo de arte, que se proponía una visión panorámica del legado cultural peruano. En esos años, por ejemplo, participó en la organización de “Tres siglos de platería peruana”, una exposición que llamó la atención internacional y que luego se presentó en los museos Smithsonian (Washington) y Metropolitan (Nueva York).
“Yo estaba en el colegio cuando empezó a curar las muestras del museo. Era la única mamá que trabajaba y la única separada –cuenta Sarah María Talleri, su hija–. Pero lo bonito es que siempre fue una alegría para ella, porque estaba vinculada al arte”.
En una escena principalmente masculina, su trabajo no fue sencillo. Sin embargo, para 1974 su rigurosidad había alcanzado tal prestigio dentro del Patronato de las Artes que la nombraron directora interina del museo. Y un año después llegó la designación oficial. Eran los tiempos del gobierno militar, de ausencia de apoyo estatal y retracción de los auspicios privados. Pero Sara de Lavalle, dicen quienes la conocieron, nunca cedió.
CIERTA MIRADA
Después de su salida del museo, De Lavalle se dedicó a hacer evaluaciones de piezas antiguas. Dividía su trabajo entre aquellas tasaciones y la edición de libros de arte. Poco después se asoció con Lucha Álvarez Calderón y Luisa Vargas Prada para organizar una serie de subastas que atrajeron a coleccionistas peruanos, argentinos y estadounidenses. “Tenían un martillero, Federico Uranga, que las acompañaba. Era una fiesta, y nosotros (sus hijos) siempre estábamos ahí, ayudando a sacar las piezas”, recuerda Talleri.
Para Wuffarden, sin embargo, la obra culminante de Sara de Lavalle fue su propia colección. La de pintura colonial y popular republicana –heredada de su padre– y sobre todo la de platería, que inició ella. “Estaba fascinada. Siempre iba a Tacora y viajaba mucho por el Perú buscando piezas. Un día podía estar muy chic en un evento del museo, y al otro, sentada en el mercado de Cusco, conversando sobre bateas con la señora que vendía carne”, cuenta su hija. Así, con una persistencia de décadas, creó la colección privada más importante de platería colonial y republicana, junto a la de Lucha Álvarez Calderón. “No había una sola pieza que hubiera llegado a casa por casualidad. Mi mamá la había escogido –dice Sarah–. Cuando pienso en ella siempre aparece la misma imagen: está ahí, sentada, con un cacharrito de plata sucia entre las manos y su franela.
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Limpiando, arreglando alguna cadenita. Hasta que, de pronto, reaparecía el brillo”.
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