Desde que los dilemas convocan cada vez más el ser o no ser del propio presidente Kuczynski, el “estar desgastado pero no agotado” del primer ministro Zavala y la acusación de este de que la mitad de la bancada del partido oficialista sirve al gobierno y la otra mitad la combate, será cada vez más difícil que las cosas se mantengan como están. El problema sería (otro más de los dilemas en juego) que los cambios demasiado tardíos perjudicarían aún más lo que pretenderían mejorar.
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Por Juan Paredes Castro

Al momento de entrar en edición este análisis, el Congreso, en aparente exceso de sus facultades, dudaba si debía o no conceder permiso al presidente Kuczynski para concurrir a la Asamblea General de las Naciones Unidas, en Nueva York, y a una serie de reuniones en Roma y el Vaticano, relacionadas con la visita que realizará el Papa Francisco al Perú en enero de 2018.

Temas, ambos, de política exterior y de estricta competencia presidencial, que no tendrían que resistir la menor observación del Congreso, por más que, según los argumentos expuestos en contra, la ausencia de Kuczynski requiriese muchos días y estuviésemos atravesando un caldeado ambiente político, con una prolongada huelga magisterial atizando el fuego social.

Para cuando estemos en contacto con nuestros lectores, seguramente el Congreso habrá dejado atrás este dilema tonto y habremos vuelto a los dilemas de peso, que son los que realmente preocupan. El primero de ellos, no suficientemente explícito, tiene que ver con la fuerte tendencia del presidente Kuczynski –que viene de su experiencia en el mundo empresarial privado– a delegar funciones que, lamentablemente, en el ejercicio de la presidencia son indelegables, como irremplazable es él en todo, inclusive cuando viaja fuera del país.

Recuérdese que en ausencia de Kuczynski, cualquiera de los vicepresidentes puede encargarse del despacho presidencial, lo que no lo convierte en mandatario por los días que cubra ese encargo. El presidente nunca deja de ser presidente durante el tiempo que dura su mandato. El primer ministro es, por ejemplo, el vocero del gobierno, pero, valgan precisiones, ¡después del presidente!
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Lo que ocurre es que entre Kuczynski y Zavala están mal distribuidos los roles. En lugar de que el primero aparezca cada vez más como el claro jefe de Estado y el segundo como el indiscutible jefe de Gabinete, o del gobierno del día a día, ambos terminan cruzados todo el tiempo: Kuczynski metido en tareas propias del Consejo de Ministros; y Zavala, con el cargo adicional de ministro de Economía, subido en una nube, a gran distancia de los problemas de coyuntura y alejado también de los testimonios de su propio fracaso como articulador de un Ejecutivo eficiente y conectado con aquellos a los que tendría que servir: los ciudadanos.

El dilema de Kuczynski consiste en que si sigue viendo la procesión política del país desde el balcón, todos tendrán razones para enfadarse terriblemente, mientras que si sale realmente a gobernar dejaría de ser lo que él piensa que debe ser: un presidente elegido para trazar los horizontes nacionales desde la más elevada magistratura. Lo cierto es que se demora demasiado en convencernos de lo segundo, convirtiendo la espera en nada. El dilema de Zavala pasa por el hecho de que tiene en el Gabinete a amigos del presidente que son, también, amigos suyos, a los que no puede ni quiere remover, y, a su vez, por ser él mismo amigo del presidente, resulta irremovible. Así, con un gobierno inmovilizado por sus dilemas internos y una bancada parlamentaria oficialista que se pregunta todo el tiempo si es mejor para ella ser una sola o partirse en dos o tres, la administración política del país sencillamente no funciona.

MARTENS Y LOS MAESTROS

El tratamiento de la huelga magisterial por el gobierno no está libre de sus propios dilemas, comenzando por haber despertado demasiado tarde a los hechos y por pretender extraer autoridad y mano dura de donde ambas cosas no existen, es decir, de un terreno políticamente infértil. Más allá de las infiltraciones violentistas en las organizaciones sindicales docentes (mal investigadas y mal denunciadas por el Ministerio del Interior), hay, en el fondo, una acumulación imperdonable de desatenciones salariales y condiciones de vida de los maestros de aula, a quienes difícilmente puede obligárseles a abandonar la huelga sin primero construir con ellos, bilateralmente, un acuerdo de mejoras escalonadas para los próximos cuatro o cinco años.

Kuczynski y Zavala han expuesto hasta hoy fría y flemáticamente a la ministra de Educación, Marilú Martens, al zarandeo público entre quienes quieren verla poniendo mano dura, cueste lo que cueste, y quienes desearían que cediese el oro y el moro que demandan los huelguistas.
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Ella se bate, en silencio, entre el dilema de morir de a pocos para no tener que renunciar o renunciar irrevocablemente mediante un papel que ni Kuzczynski ni Zavala leerán. Condenada a la nada, Martens ya no podrá volver a sus tareas de técnica en educación de primera clase, porque ya se envenenó con el trajín ministerial, ni podrá embarcarse en recuperar el rumbo político perdido, porque solo podría hacerlo desde la posición ministerial con la que ella misma ha terminado peleada.