Ya no son tiempos para disimular nada, menos para ponerse detrás de la cortina y convertir en tabú la herencia de inacción e imprevisión del régimen de Ollanta Humala. Inexplicablemente, Pedro Pablo Kuczynski y su entonces primer ministro de estreno, Fernando Zavala, pasaron por agua tibia esa herencia. Y lo que es peor, asumieron implícitamente su activo y pasivo. Los estragos de El Niño costero estaban más que advertidos. Ni qué decir de Chinchero. La ausencia de nuevos proyectos mineros y la parálisis de otros, también. Una recaudación tributaria en caída y un Congreso con una sola idea fija, la vacancia presidencial, completan la figura. Y las violaciones y feminicidios recién despiertan en el Gobierno la necesidad de una cruzada nacional, como si nunca hubiera existido el Ministerio de la Mujer y Poblaciones Vulnerables.
Por Juan Paredes Castro
En el corto tiempo que lleva en la Presidencia del Consejo de Ministros, Mercedes Aráoz ya debe haber despertado a una realidad que no imaginaba: la de tener que exorcizar, más que con una cruz en la mano, no solo la nefasta herencia del gobierno de Ollanta Humala, sino la perniciosa vista gorda que hicieron de ella (de la herencia) Pedro Pablo Kuczynski y Fernando Zavala. De hecho, algo de este exorcismo alcanza a la propia Aráoz, pero bien por su salud política y por la franqueza con que lo asume.
En efecto, Aráoz ya no puede pensar que su ejercicio de poder pasa solo por crear una buena relación y comunicación con una mayoría parlamentaria fujimorista obsesionada con la vacancia presidencial. Busca arrancar de esta bancada la seguridad de contar con nuevas facultades legislativas para, entre otras cosas, revertir la caída de la recaudación tributaria y el exceso de exoneraciones. Pero, principalmente, busca la cooperación expeditiva del Congreso para recuperar el año perdido por Zavala en confrontaciones estériles con el fujimorismo y en el increíble dispendio de recursos por defender a rajatabla políticas altamente burocratizadas, como la de Educación, que venía de sufrir graves distorsiones desde la ministra Patricia Salas, y que reventó hace poco con una huelga magisterial de imprevisibles consecuencias. Jaime Saavedra se quedó a la mitad, entre los desatinos de Salas y el lustre tecnocrático que deseaba rubricar con su nombre.
Todavía flota en el aire la pregunta sobre qué hizo que Kuczynski y Zavala le perdonaran la vida durante un año al gobierno de Humala, conservando inclusive puestos, presupuestos y privilegios para muchos de sus allegados, en lugar de desenmascararlo desde el primer día en sus resultados más desastrosos. ¿Quizás fue creer que el triunfo electoral de Peruanos Por el Kambio le debía algo a Humala? ¿O un mal procesamiento de información de la transferencia del poder convenció a Kuczynski y Zavala de que estaban recibiendo una administración gubernamental de maravilla?
Muy tarde ambos tuvieron que asumir que habían heredado una economía con déficit fiscal y en seria contracción; que El Niño costero nos sorprendió desprotegidos porque sencillamente Humala y sus ministros no habían hecho nada, pese a lo harto advertidos que estaban; que les encantó pasearse con el fantasma del aeropuerto de Chinchero en lugar de exorcizarlo; que se sintieron equivocadamente obligados a continuar los proyectos de la Refinería de Talara y del Gasoducto del Sur, a sabiendas de que estos traían las sospechas de un negociado en el que nada tiene que ver el interés nacional; que explotaran las bombas de tiempo de la inseguridad interna y de las gruesas deficiencias en la justicia, así como en el crecimiento del crimen organizado y el languidecimiento de la lucha contra la corrupción y los remanentes del terrorismo en el VRAEM y en su clandestino activismo político al interior de las organizaciones sindicales.
Si el gobierno entrante de Kuczynski hubiese correspondido a cualquier cortesía del gobierno saliente de Humala con una taza de té en palacio o con un champán helado en casa de uno u otro, habría bastado y sobrado. No había por qué taparle la sarta de pasivos ni asumir un millonario costo presupuestal de una burocracia humalista inservible.
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