Ser víctima inmuniza contra la crítica. Garantiza la inocencia. Otorga un prestigio y una identidad en tiempos de vacío. Exige escucha y promete reconocimiento. La víctima no tiene necesidad de justificarse. Y ese es el sueño del poder.
La próxima alcaldesa de Lima podría ser la hija de la víctima de un asesinato. Como la actual ministra de Cultura, que es hermana de la víctima de otro asesinato. No es un fenómeno aislado. Desde Vladimir Cerrón hasta Andrés Capelletti, cada vez son más quienes hacen política en el Perú desde una posición de víctima, ya sea para reivindicar, reparar, simbolizar o vengar una injusticia.
Y si ampliamos el concepto de víctima, veremos que los políticos siempre dicen representar a algún grupo históricamente oprimido. No solo hablamos de las tradicionales minorías, como los afrodescendientes o los homosexuales. Casi todos los colectivos consideran haber soportado alguna injusticia, desde los padres de “Con mis hijos no te metas” hasta los fonavistas, pasando evidentemente por quienes —como el presidente Castillo— se arrogan la representación de la máxima víctima: “el pueblo”.
Esa entelequia supuestamente olvidada durante doscientos años. En el Perú del sombrero, el relato sigue la misma lógica. La culpa es siempre de los españoles que nos robaron, de los ricos que especulan con el dólar, de las mineras que contaminan, de los limeñitos, de la ultraderecha y los empresarios, del fujimorismo, por supuesto, de los partidos tradicionales y los políticos de siempre. El discurso es viejo, pero la víctima es nueva porque ahora está en el poder.
Es el humilde maestro que está siempre de licencia. El campesino olvidado que no cultiva. “Ser víctima garantiza la inocencia”, explica el ensayista Daniele Giglioli. “¿Cómo podría la víctima ser culpable o responsable de algo? La víctima es irresponsable. La víctima no ha hecho: le han hecho. La víctima no actúa, sino que padece y reivindica. Ser víctima otorga un prestigio y una identidad en tiempos de vacío. Ser víctima exige escucha y promete reconocimiento. La víctima no tiene necesidad de justificarse, y ese es el sueño del poder. Nadie se postula para el poder sin decir que es víctima de algo”.
“La víctima es el héroe de nuestro tiempo”, resume el escritor italiano en su libro “Crítica de la víctima”. Tiempos contrarrevolucionarios, precisa, en los que ya ningún relato exige sacrificar el presente por alcanzar el futuro prometido, por traer el paraíso en la tierra. Todo eso quedó atrás con el siglo X X y sus ismos. Como dice el autor, nuestros padres sufrieron para que fuéramos felices. Pero los hijos se dieron cuenta de que es más redituable seguir sufriendo desde una posición de poder, dividiendo a la sociedad en víctimas y culpables. “La ideología victimista es hoy el primer disfraz de las razones de los fuertes.
Por eso en la víctima se articulan carencia y reivindicación, debilidad y pretensión, deseo de tener y deseo de ser. No somos lo que hacemos, sino lo que hemos padecido, lo que podemos perder, lo que nos han quitado.” Nadie tiene más poder que quien ha sufrido una injusticia. “Ser víctima inmuniza contra la crítica”, concluye Giglioli. Y parece que ahí radica el efecto teflón del sombrero.
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