“El pueblo” del sombrero es siempre ajeno y pasivo. Es una salida en falso que no dice mucho. Una fórmula para poner en boca de un ente impersonal y atemporal a la personalísima gula de poder.
Por Isabel Miró Quesada
No es necesario llegar al extremo de Margaret Thatcher y decir que “la sociedad no existe”, y que solo “hay hombres, mujeres y familias.” Aunque exista, “el pueblo” es ya un sujeto sospechoso a la hora del análisis político contemporáneo. Sobre todo porque no es uniforme, medible ni encuestable, puesto que no engloba a la sociedad como un todo, sino solo a un sector que siempre está fuera de las cifras oficiales.
“El pueblo” siempre es “el otro”, el que no conoces, el que sabe más que tú. “La sabiduría del pueblo” aparece siempre al final de la película, cuando el flash electoral sorprende a las encuestadoras y los analistas intentan convencernos de que ellos siempre lo vieron venir de alguna u otra forma. “El pueblo ha hablado” cuando el outsider repunta o el dark horse despunta. Y es que, desde Maquiavelo hasta Hegel, el pueblo siempre ha sido el fiel de la balanza, para bien y para mal.
En el imaginario popular, “el pueblo” es una masa que todo lo ve y todo lo juzga -vox populi, vox dei-, una colectividad juiciosa que marcha siempre con tridentes y antorchas para expulsar al monstruo de turno. “El pueblo” del presidente Castillo no es el “we the people” de la constitución estadounidense, una voz plural pero en primera persona y con agencia política, que en Perú podría traducirse -parafraseando a Piérola- como “nosotros, las desconcertadas gentes”.
“El pueblo” del sombrero es siempre ajeno y pasivo. Es una salida en falso que no dice mucho. Es un salvoconducto que salva la situación. Es una palabra hueca que en su entrevista con CNN bien pudo protagonizar un drinking game. ¿Son Cuba, Nicaragua y Venezuela crueles dictaduras?¿Hay que darle mar a Bolivia? ¿Hay corrupción en su gobierno?
Habrá que consultarle al pueblo. El pueblo lo dirá. El pueblo sabe. Lo del lápiz recuerda al político tradicional que, al ser preguntado si va o no a ser candidato a la presidencia, responde que no, “salvo que el pueblo, en su infinita sabiduría, me lo pida”. Cual “espejito, espejito”, “el pueblo” es, entonces, un concepto que termina diciendo más de quien lo enuncia. Así fue, sobre todo, en Latinoamérica, y más que nunca en boca de líderes como Zapata, Perón, Castro y Bolívar. En el Perú, “el pueblo” no podría entenderse sin la lógica de los partidos de masas del siglo XX, particularmente gracias al tándem Mariátegui-Haya, y más adelante Belaunde.
Con el paso del tiempo, “el pueblo” ha terminado siendo una fórmula para poner en boca de un ente impersonal y atemporal a la personalísima gula de poder. Ya lo resumió el historiador mexicano Enrique Krauze en su libro sobre los populismos latinoamericanos: “el pueblo soy yo”. De ahí en adelante, la palabra fue fotocopiándose, mutando y degradándose, hasta convertirse en las “mesnadas” de Sendero Luminoso y en la muletilla chavista del socialismo del siglo XXI. Y así, ya casi vaciada de sentido, la palabra seguramente terminó en alguna separata amarillenta que alguien dio a leer al entonces sindicalista Pedro Castillo, para que este la repitiera en algún mítin del que ya nadie tiene el recuerdo.
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