La Constitución de 1993 ha sido un instrumento vital para institucionalizar las reformas que se llevaron a cabo en la década de 1990.
Por Rollin Thorne Davenport
Luego de la severa crisis del primer gobierno aprista —la cual incluyó una inflación acumulada de más de 2,000%—, el país logró tomar el rumbo del libre mercado, reduciendo así el rol empresarial estatal y posicionando al Perú como un eslabón en los flujos comerciales globales. Así, entre 1990 y 1998, se llevaron a cabo más de 180 privatizaciones por un valor de US$ 7,720 millones y la participación de las empresas estatales —expresado como valor de ventas sobre el PBI— pasó de representar 16% a 5% aproximadamente. En este sentido, se afianzó sustancialmente el rol del sector privado como el principal agente en el proceso de generación de riqueza.
Además, entre otros lineamientos económicos, la Constitución subrayó la importancia de la provisión de garantías para la inviolabilidad de la propiedad y la atracción de inversión. Esto, por ejemplo, a través de convenios de estabilidad tributaria y de candados para expropiaciones estatales, las cuales hoy sólo se pueden dar por ley del Congreso. Asimismo, se puso fin al régimen desbordado de control de precios y se estableció un Banco Central de Reserva con independencia en el manejo de la política monetaria del país, el cual ha dado resultados envidiables para la región.
Empero, es evidente que la economía nacional está muy lejos de ser perfecta. La actual crisis política y la pandemia del COVID-19 han puesto en evidencia —quizá más que nunca—, una serie de reformas pendientes si lo que se busca es generar desarrollo descentralizado y la estabilidad política necesaria para impulsar el país hacia el futuro. Sin embargo, hay dos reformas notorias que, de ser abordadas, cambiarían sustancialmente el desempeño de la economía nacional: la reducción del déficit de gestión pública y los niveles de informalidad.
El ordenamiento constitucional ha logrado establecer las bases para la atracción de inversión privada que, a su vez, ha generado los recursos tributarios para impulsar la inversión pública y los diversos programas sociales. Sin embargo, la evidencia empírica denota una clara deficiencia en torno a la gestión del Estado. Sectores como la minería han representado un aporte sustancial a la recaudación fiscal, contribuyendo en promedio el 10% de los ingresos tributarios entre el 2010 y el 2019. Es crucial que el Estado reconozca el enorme lastre que representa la carencia de gestión pública para el país y haga un diagnóstico de la idoneidad de procesos y funcionarios para lograr traducir la generación de riqueza en desarrollo descentralizado.
Otro problema endémico es, sin duda, la informalidad. Una economía con un índice desbordado de informalidad (según el INEI, 3 de cada 4 empleados en el Perú labora en condiciones informales) nunca podrá afianzar un desarrollo que sea sostenible en el largo plazo. La informalidad se traduce en empleos de baja productividad y crea un enorme problema de recaudación para el fisco. En este sentido, el Estado debe iniciar impulsando un proceso de digitalización y simplificación del régimen tributario para alinear incentivos y poder promover una mayor formalización de las MYPES.
En contraste con lo que algunos partidos políticos profesan, la Constitución ha brindado los cimientos normativos necesarios para poder generar riqueza. Es urgente que el Estado saque máximo provecho a esta herramienta y haga las reformas que el país necesita hace tanto tiempo.
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