La presidenta Dina Boluarte no puede estar a la vez con la protesta y con la Policía, con el caos y con el orden, con la calle y con Palacio. La izquierda peruana debe madurar políticamente: entender que ya no es oposición, sino gobierno.
Por Carlos Cabanillas
Parece que la flamante presidenta Dina Boluarte lo está comprendiendo poco a poco: no se puede ser oposición y a la vez gobierno. Es como querer caer bien a todos. Imposible. O estás con la protesta o estás con la Policía. O te sumas a la calle o defiendes Palacio. Porque si no terminas con el caos, el caos terminará contigo.
Esa es la primera lección en ese curso acelerado de real politik que es gobernar el Perú: madurar. Hacerse responsable de las decisiones. Asumir el costo político. Parece fácil, pero no lo es si toda tu juventud se construyó sobre la crítica al sistema. Porque ahora eres tú el criticado. Ahora eres el sistema.
Los partidos maduran como las personas. Nacen, crecen y se moderan. Es una historia común en América Latina. Desde Perón hasta Haya de la Torre, pasando por el PRI de México. Todos los líderes de izquierda nacieron en las calles y se derechizaron en la vejez. Pasaron prisión, como Lula o Pepe Mujica. Se fueron al monte, como Dilma. Escaparon al exilio, como Bachelet. Algunos cambiaron más rápido que otros. Y en el proceso, transformaron sus respectivas realidades.
Perú tiene casos emblemáticos de exrevolucionarios que llegaron al poder. Alfonso Barrantes pasó de dormir con Abimael Guzmán a presidir la alcaldía de Lima. Yehude Simon dejó la prisión para ser primer ministro. Décadas después de ser un preso de El Frontón, Armando Villanueva del Campo tuvo que lidiar con los nuevos huéspedes de la misma prisión. Aquel incidente trajo una anécdota ilustrativa. El entonces senador Enrique Chirinos Soto dijo que el gobierno aprista del 85 sufría de “esquizofrenia política”: un día alababa la mística de Sendero y al otro los combatía.
Un día bombardeaba El Frontón y al otro hacía un túnel para los emerretistas. El APRA había pasado de los arrabales de la ilegalidad al epicentro mismo del poder formal. El joven partido subversivo se había convertido en el viejo símbolo del sistema. Y le costaba mucho comprender que ahora encarnaba al Estado, es decir, al orden democrático y legal. También fue un aprendizaje duro para el país, como la historia lo recuerda.
Salvando las proporciones, algo de eso se percibió en los primeros días de gobierno de la presidenta Dina Boluarte. “No entiendo por qué mis hermanos apurimeños están así con su paisana”, dijo casi disculpándose, para luego pedir “por favor, calma”. Con solo algunos días de protestas, la presidenta cedió y se vió forzada a recortar su mandato al 2024. Pero, luego de llamar a elecciones, quizá empezó a recapacitar. Porque más allá de su promesa electoral, las otras dos demandas populares son abiertamente autoritarias y golpistas: cerrar el Congreso y llamar a una Asamblea Constituyente. Y porque la información recabada por la Policía ya ha identificado que detrás de las manifestaciones hay financiamiento ilegal, amenazas a la población, un plan subversivo estratégico y hasta operativos con dinamita.
En su última aparición pública, la presidenta fue a visitar al suboficial Luis Camacho, internado en el Hospital de Policía de Lima. El estado de la cuestión era más que preocupante: siete fallecidos y más de un centenar de policías heridos. “Eso ya no es protesta, eso es terrorismo”, dijo Boluarte, casi convencida.
La primera presidenta del Perú tiene la extraordinaria oportunidad de moderarse, es decir, de gobernar. Porque detentar el poder inevitablemente significa negociar, pactar, ceder. Y eso no necesariamente significa arriar las banderas de cambio.
Al golpista Castillo, ya se ha visto, nunca le interesó gobernar. Su plan pasaba por volver a su rol de víctima inimputable y eterna oposición, petardeando la democracia desde el antisistema.
La izquierda debe aprender a gobernar y gobernarse a sí misma. Es decir, a hacerse responsable por sus propias decisiones, a pagar sus cuentas y recoger sus platos rotos. Porque madurar políticamente es pasar de ser oposición a ser gobierno. Y es un poco como crecer.