Fuimos aguafiestas durante los mejores años de este país (2001-2018), olvidando que habíamos sido pobres y que todo podía cambiar. Y que íbamos a extrañar esa democracia con crecimiento económico. 

Por Carlos Cabanillas

Yo también creí que el crecimiento económico no era desarrollo. Que no era suficiente, que era falaz. Yo también desconfiaba de esa obsesión por el PBI y las cifras macro, de la retórica del “roba pero hace obra”, del chorreo y de la tecnocracia apolítica. Yo también critiqué el crecimiento caótico, la aparición de edificios como hongos y la proliferación de centros comerciales sin librerías en Lima Norte (ahora tienen varias). Me empaché con el boom gastronómico y su cacería de pulpitos bebé. Me harté de la frivolidad de los chefs y sus huariques caros. Me jodió que el peruano solo hablara de comida y no de política. Me aburrí de celebrar Mistura pensando que duraría para siempre. Pensé que Gastón Acurio no estaba lo suficientemente preparado para ser presidente, sin imaginar lo mucho que luego bajaría la valla de los presidenciables. Cuestioné el cemento de Castañeda, critiqué los excesos de Alan, la mediocridad de Humala y el conservadurismo que había abrazado mi padre. Me indigné con nuestros presidentes y sus escándalos que hoy parecen banales problemas europeos: hijos extramatrimoniales, hielo servido con la mano, una noche de juerga en un hotel, una primera dama con gustos caros. Eran tiempos en que un ministro renunciaba al cargo por jalar a su esposa a la peluquería usando el auto del ministerio, pero no por pertenecer a Sendero Luminoso. Creí que la fiebre de las orquestas de cumbia no era suficiente para combatir el racismo de quienes valoran el arte pero no al artista. Critiqué la precariedad de la prensa, a pesar de que el avisaje abundaba en las revistas, diarios y TV (por aquellos días, la edición del Día de la Madre de “El Comercio” podía llegar a pesar hasta tres kilos). Rajé del mal nivel periodístico sin saber que luego llegaría el subsuelo de la prensa alternativa, Wayka, los youtubers que mermelean con Patreon y otros sótanos digitales. Celebré la recatafila de conciertos de rock de aquellos años, aunque siempre deseando que Lima tuviese más, tantos como Buenos Aires. Fui coautor de un libro de contrafácticos escribiendo un ensayo sobre un hipotético gobierno de Keiko Fujimori. Denosté de los 90 y su herencia de cultura combi. Me harté del “sí se puede” y los Cuatro Fantásticos, de los gritos de Peredo y la oda a Gareca, del triunfalismo mundialista y la mejor hinchada del mundo. Me aburrí de Machu Picchu y las otras maravillas, de la Marca Perú y de Peru, Nebraska.

Yo también fui caviar, o mejor dicho aspirante a. Fui hipercrítico y aguafiestas durante los que, ahora lo sé, fueron los mejores años de este país. Pasé por alto que esa democracia con crecimiento económico no duraría para siempre. Ese superciclo (2001-2018) que redistribuyó e incluyó a millones, que creó ministerios de ambiente, cultura e inclusión social, que repartió bonos y becas, pero que, sobre todo, modernizó el aparato estatal, ya tenía fecha de caducidad. No supe apreciar lo que significa vivir en democracia plena, sin subversión y con crecimiento económico. Desconfié de hacia dónde íbamos, sin recordar de dónde veníamos. Olvidé que habíamos sido pobres, que veníamos de la inflación y el terrorismo, de la escasez y el hambre. Critiqué la herencia de los 90 sin saber que podríamos retroceder hasta los 80. Pero, sobre todo, olvidé que el Perú siempre puede estar peor y que todo ese periodo de bonanza podía cambiar. 

Crecimos como nunca hasta que un día dejamos de crecer. Y nos cayó encima la renuncia, el cierre del Congreso y la vacancia. Las siete plagas llegaron con la pandemia, el gobierno filoterruco de Pedro Castillo, las protestas incendiarias y los piquetes separatistas. Aún no salimos de todo eso y no sabemos lo que vendrá.

Hoy que los productos se pudren en las carreteras tomadas, extraño la divertida frivolidad de los chefs peruanos. Hoy que Machu Picchu agoniza sin turistas valoro más esos pequeños triunfos que nos dio la Marca País. Hoy que Gareca se fue y el Perú volvió a perder como siempre, extraño ese triunfalismo pos Rusia 2018 y esa alegría que llenó Miraflores la noche de la clasificación. Hoy que Bernardo Roca Rey ya no está y Gastón Acurio vendió sus empresas, veo que las ollas comunes han reemplazado a Mistura. Hoy que muchos se han ido del país con su plata, extraño ese pequeño milagro peruano que se fue como un ave de paso. Extraño ver centros comerciales sin incendios ni saqueos. Me encantaría escuchar que hay más conciertos y que ya no estafan con el QR. Me entristece ver que el discurso étnico e identitario ha sido instrumentalizado por separatistas para dividir al país. Me lamento al ver que cambiamos el “roba pero hace obra” por el “roba y no hace nada”. Saludo el cemento y las obras de Castañeda, agradezco el visionario viraje de Alan y hasta echo de menos la mediocridad de Humala. Añoro a la tecnocracia apolítica, porque la discusión política resultó simple politiquería. Me sorprendo al ver que de tanto fiscalizar a supuestas organizaciones criminales terminamos siendo gobernados por una verdadera organización criminal. Fui ingenuo al pensar que no podía haber un mal mayor al fujimorismo. Será que uno ha envejecido o que simplemente ha visto más.

Será que uno no valora lo que tiene hasta que lo pierde. Será que éramos felices y simplemente no lo sabíamos. Y así uno empieza a comprender que quizá ese viejo conservador que ya no está tenía razón.

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