El escritor peruano eligió no compartir su sufrimiento con el mundo. Con el apoyo de su familia y Patricia Llosa, logró mantener la lucidez hasta sus últimos días de vida
Por Redacción COSAS
Mario Vargas Llosa supo que iba a morir en el verano de 2020. Los médicos le diagnosticaron una enfermedad grave, incurable, y él decidió enfrentarla en privado. No quiso que la noticia se hiciera pública. Prefirió continuar con su vida, su escritura y su rutina. Solo su entorno más cercano lo supo.
Según reveló el diario El País, una de las primeras cosas que hizo fue escribir una carta a sus tres hijos: Álvaro, Morgana y Gonzalo. En ella, les comunicaba el diagnóstico y hablaba con franqueza de su destino. La “tribu”, como se hacían llamar los Vargas Llosa, respondió con un gesto de unidad. La enfermedad permitió que el padre y sus hijos se reencontraran, cerrando las heridas abiertas en 2015, cuando el escritor puso fin a su matrimonio de cinco décadas con Patricia Llosa y comenzó una relación con Isabel Preysler.

Mario Vargas Llosa compartió sus últimos días en compañía de sus hijos, Álvaro, Gonzalo y Morgana.
«Me gustaría que la muerte me hallara escribiendo, como un accidente».
Fue el inicio de un largo silencio que el Nobel mantendría durante cinco años. Un silencio sin morbo ni autocompasión. En 2019, un año antes de recibir el diagnóstico, ya había reflexionado sobre la muerte en una conversación con la BBC. “La muerte a mí no me angustia”, dijo entonces. “La vida tiene eso de maravilloso: si viviéramos para siempre sería enormemente aburrida, mecánica. Si fuéramos eternos sería algo espantoso. Creo que la vida es tan maravillosa precisamente porque tiene un fin”. Y añadió: “Me gustaría que la muerte me hallara escribiendo, como un accidente, que venga a interrumpir como algo accidental una vida que está en plena efervescencia. Ese sería mi ideal”.
Y así fue. En ese momento, Vargas Llosa vivía una etapa de intensa actividad: a punto de publicar su novela Tiempos recios, con una rutina férrea que incluía una hora de ejercicio diario, varias horas de escritura por la mañana, tardes de lectura y más ejercicio al anochecer.

Mario Vargas Llosa, tuvo una vida marcada por la pasión por la literatura, el pensamiento crítico y la defensa de la libertad. Créditos: Morgana Vargas Llosa.
Mantuvo ese ritmo incluso después del diagnóstico. No canceló compromisos ni abandonó los escenarios públicos. Asistió como invitado de honor a la Feria del Libro de Lima por el 50 aniversario de Conversación en La Catedral, viajó con Preysler a Alaska y Marbella, y participó en el Festival Hispanoamericano de Escritores en Los Llanos de Aridane. En Marbella, incluso se sometió a un ayuno terapéutico de 21 días en la Clínica Buchinger. Se preparaba, decía, para encarar la promoción de su nueva novela.
Durante la pandemia de 2020, el novelista pasó el confinamiento en casa de Preysler, en la exclusiva urbanización Puerta de Hierro en Madrid. Su relación fue objeto constante de la prensa rosa, pero nunca trascendieron los detalles sobre su estado de salud. Él seguía visitando médicos con frecuencia, sin levantar sospechas.
«Me gustaría haber vivido la vida hasta el final y sobre todo no haberme muerto en vida, que es el espectáculo que me parece más triste para un ser humano».
El deterioro fue lento pero constante. En abril de 2022 fue internado en una clínica madrileña. Su hijo mayor, Álvaro, comunicó que la causa era la COVID-19. En diciembre de ese año, Vargas Llosa puso fin a su relación con Preysler. En una entrevista con El País en febrero de 2023, dijo: “No me arrepiento de nada, absolutamente. La experiencia se vivió y ya está”. En esa misma conversación, retomó el tema de la muerte: “Ser inmortal me parecería aburridísimo. Mañana, pasado, el infinito… No, es preferible morirse. Lo más tarde posible, pero morirse”. Y añadió: “Lo que yo detesto es el deterioro. Las ruinas humanas. Es algo terrible, lo peor que podría pasarme. Por ejemplo, ahora tengo problemas de memoria. La memoria la tuve siempre muy lúcida. Recordaba las cosas, y noto cómo se ha empobrecido”.

Álvaro, el primogénito de Mario Vargas Llosa, dedicó los últimos años a actuar como portavoz de su padre ante los medios de comunicación.
A los pocos días de esa entrevista, ingresó en la Academia Francesa, su último gran evento público. Asistieron su exesposa, sus tres hijos, el rey Juan Carlos I y la infanta Cristina. En julio de 2023 volvió a ser hospitalizado en Madrid. Nuevamente se dijo que el motivo era la COVID-19. Pero después del verano, en octubre, anunció discretamente su retiro. Lo hizo con una nota escueta al final de su novela Le dedico mi silencio. En diciembre de ese mismo año, publicó su última columna en El País, cerrando así 33 años de colaboración periodística.
Desde entonces, redujo al mínimo sus apariciones. El verano de 2024 lo pasó en Grecia con su familia, y luego, antes de volver a Perú, pasó unos días en su piso de la calle de la Flora, en Madrid, muy cerca del Palacio Real. Fue su despedida de España. Los paparazzi lo captaron saliendo de su casa: más delgado, visiblemente desmejorado, pero aún sereno.
El regreso al Perú
Los últimos meses quiso vivirlos en su Lima natal. Allí fue atendido en su propia casa por un equipo de profesionales, acompañado en todo momento por Patricia Llosa y sus hijos. Según su entorno, “cumplió su voluntad”. Murió en su hogar, con dignidad y en plena lucidez. En sus palabras: “Me gustaría haber vivido la vida hasta el final y sobre todo no haberme muerto en vida, que es el espectáculo que me parece más triste para un ser humano”.

El Nobel de Literatura pasó su último cumpleaños con sus hijos y su Patricia Llosa.
Durante ese tiempo, hizo una suerte de peregrinación íntima a los escenarios limeños de sus novelas más queridas. Visitó el Colegio Militar Leoncio Prado, donde se formó y que inmortalizó en La ciudad y los perros; el penal de San Juan de Lurigancho, telón de fondo de Historia de Mayta; y el local donde se ubicaba el mítico bar La Catedral, del que toma título Conversación en La Catedral. En marzo de 2025, poco antes de cumplir 89 años, regresó también a Cinco esquinas, el barrio de Barrios Altos que da nombre a su penúltima novela, y a la inaccesible casa donde nació Felipe Pinglo, inspiración de Le dedico mi silencio.
El 28 de marzo celebró su cumpleaños en casa, rodeado de su familia. Su memoria ya no era la misma, pero conservaba claridad sobre lo esencial. Repetía que quería ser recordado como escritor. Aunque matizaba: “Uno no sabe en qué forma va a ser recordado, si es que va a ser recordado”. No era su prioridad. “Yo no escribo para la muerte, escribo para la vida”, dijo alguna vez. Y fue coherente con esa premisa hasta el final.
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