¿Cuánto vale una puesta de sol? ¿Un millón de soles? ¿Millón y medio? ¿Dos millones? La causa que tengo al frente cuesta 48 soles y está emplatada con tanto cuidado que ganaría un concurso de belleza. El plato no es novedoso pero sabe muy bien, e integra tres texturas diferentes de salmón, una brûlée con mayonesa de alcaparras y anchoas, otra crocante con pesto de albahacas y una tercera en tartar con espuma de ají amarillo. El cebiche es de lenguado –de campeonato– y cuesta 48, y el pulpo a la parrilla con bearnesa, tortilla de papas y espárragos también está impecable y cuesta 42. Sigue la puesta de sol, con su rotundo despliegue de rosados y violetas, mientras los sabores se suceden con idéntica locuacidad. No puedo pensar en un mejor lugar para estar a esta hora en Lima.
Si antes servían solo piqueos como para acompañar un trago, ahora se trata de un restaurante con mayores aspiraciones. Permanece una zona de lounge –una pequeña porción del local con coctelería mejorada–, que busca consolidarse como espacio para el aperitivo a una comida o una tarde agradable después del trabajo. El artífice es Carlos Bruce, congresista y, desde hace unos años, restaurantero, quien con un socio –Justo Carvajal– y el cocinero Renzo Alcántara ha querido reflejar en el espacio su forma de atender. La puesta en escena es informal –sin mantel–, pero con una mesa que privilegia buenos productos y una cocina cuidada.
La carta cubre algunas otras referencias a las que están obligados los restaurantes con idénticas pretensiones en una ciudad como Lima: asado de tira de ocho horas con puré de pituca y chutney de pimiento, lomo saltado con risotto de huancaína, cochinillo con tacu tacu de pallares y pato a la norteña.
El reto es grande también a nivel logístico: ahora hay capacidad para más de doscientas personas, con ambientes para disfrutar de distintas maneras, un par de barras y una amplia terraza.
“Tener un restaurante frente al mar era uno de esos sueños que uno siente que no le va a alcanzar la vida para realizar. Pero se presentó la oportunidad”, me cuenta Carlos ante un plato de mero con costra de pesto de tomates deshidratados, fetuccinis negros con tinta de calamar hechos en casa y mariscos al pomodoro. “Es el sueño de muchos”, concluye satisfecho.
El plato está impecable y los cocteles, deliciosos. La tarde transcurre de manera relajada y licenciosa. “¿Cuánto vale una puesta de sol?”, me vuelve la pregunta a la cabeza. Y cómo única respuesta tengo el sabor del mar en mi boca.
Por Javier Masías
Fotos de Paola Jiménez
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