La primera dama de Estados Unidos ha enfrentado una serie de comentarios y escándalos en forma estoica y firme. La noticia de que su marido le había sido infiel con una porn star, poco después del nacimiento de su hijo, Barron, creó en la pareja una nueva crisis que aparentemente ha sido superada.
Por Manuel Santelices /Foto Getty Images
El State of the Union –el Estado de la Unión– es probablemente el discurso anual más importante para el presidente de Estados Unidos, el único que ofrece con los tres poderes del gobierno reunidos: Ejecutivo, Judicial y Legislativo. Es una rendición de cuentas, una batalla política, un show de orgullo democrático y, en su última versión, realizada el 31 de enero pasado, fue también una escena de revancha conyugal. Rompiendo con toda tradición, la primera dama Melania Trump llegó en un auto distinto del de su marido, el presidente Donald Trump, y acompañada en cambio por un atractivo marine en uniforme. Su elección de guardarropa –un simple, pero elegantísimo traje blanco de Dior con blusa camisera al juego–, también fue motivo de comentarios, porque a algunos les recordó el color de las sufragistas feministas y, a otros, el traje blanco que Hillary Clinton usó frecuentemente durante su campaña presidencial. ¿Estaba la primera dama enviando un mensaje al país?
No necesariamente, pero sin duda le estaba enviando un mensaje a Trump que, como se había descubierto semanas antes a través de una investigación periodística de “The Wall Street Journal”, , cuando Melania se encontraba todavía en reposo después de haber dado a luz. Trump, de acuerdo con el periódico, pagó a través de sus abogados 130 mil dólares a la actriz durante su campaña para que se mantuviera en silencio.
El episodio sumó una gota más al pozo de rumores que sigue a los Trump por todas partes. Desde el día de la inauguración de la presidencia, cuando Melania y Donald lucieron visiblemente distantes en algunas fotos, ella a menudo triste y cabizbaja, e internet se repletó de memes con el hashtag #SaveMelania, ha existido a su alrededor una ola de sospechas respecto a que su relación no es la mejor.
Durante su visita oficial a Israel el año pasado, las cámaras de televisión captaron a Melania rechazando la mano de su marido cuando bajaban del avión, y según el escandaloso libro “Fire and Fury”, de Michael Wolff, la primera dama recibió la noticia del triunfo de Donald Trump con lágrimas en los ojos de lamento y desesperación.
A pesar de que su oficina de prensa asegura que está encantada con su rol y bien dispuesta a iniciar su trabajo, todo indica que la exmodelo ha tenido problemas adaptándose a una realidad que jamás pensó vivir. Hace una década, cuando Trump flirteó por primera vez con la idea de llegar a la Casa Blanca, ella le puso un ultimátum: la presidencia o yo. Trump, presionado y posiblemente poco confiado en sus posibilidades de triunfo, dio de baja su candidatura. Ahora, ya casados y con un hijo de once años, las cosas fueron distintas. Melania tuvo pocas opciones. En los primeros meses de la nueva administración, la primera dama permaneció en Nueva York junto a Barron, acompañándolo cada día en su camino al colegio, ahora junto a una escolta de automóviles negros del servicio secreto.
Desde su llegada a Washington, su rol ha sido casi exclusivamente protocolar. Su aparición se reduce a actividades oficiales, como el Día de Acción de Gracias o la celebración de Navidad, a cenas durante visitas de presidentes, monarcas y personalidades políticas, y en ciertas giras internacionales. Después de que se destapara el escándalo de su marido y la porn star, Melania desapareció del ojo público durante semanas. Trump visitó la conferencia económica de Davos sin ella, y por un momento se temió que su matrimonio estuviera al borde del quiebre. Sin embargo, Melania es una pieza importante –algunos piensan que indispensable– para el gobierno del multimillonario. Trump tendría problemas para seguir adelante sin ella, y no solo porque es su herramienta más firme en la dura batalla que libra por el apoyo y el voto femenino, sino porque muchos consideran que es la única capaz de frenar algunos de sus impulsos políticamente más peligrosos, la que trae algo de calma en medio del caos.
Aunque es imposible medir desde fuera de la relación la profundidad de su influencia, la primera dama ejerce sin duda poder sobre su marido. Porque sabe que la necesita –y quizás porque la quiere–, Trump se muestra particularmente galante y halagador frente a ella, aunque en ocasiones sea en forma algo tardía, como si hubiera olvidado que estaba ahí, parada junto a él.
De los dos, Trump es obviamente el más narcisista y ansioso de atención. Ella no parece necesitarla. Ni siquiera en sus días de modelo, cuando arrancaba suspiros de admiración en bikinis y lencería, salía mucho de noche. Según sus agentes y amigos de la época, prefería quedarse en su departamento viendo televisión o descansando. Su vida social era mínima y es conocida por tener pocos amigos. A su glorioso matrimonio con Donald Trump, solo sus padres viajaron desde Eslovenia para verla llegar al altar envuelta en un vestido de novia diseñado por John Galliano para Dior, bajo una lluvia de flores blancas en los dorados salones de Mar-a-Lago, la casa-club de Trump en Palm Beach. No hubo otros familiares ni ningún amigo.
En sus primeras semanas como primera dama, Melania anunció que su causa sería la lucha contra el bullying cibernético, lo que algunos consideraron una ironía teniendo en cuenta que su marido es célebre por sus diatribas vía Twitter. Desde entonces, nada ha pasado al respecto, y el bullying cibernético ha desaparecido de cualquier información emitida por su oficina en la East Wing o de sus propias –y muy escasas– declaraciones públicas. Su mayor obsesión por el momento es la protección de su hijo Barron, al que ha mantenido a una saludable distancia de Washington, la Casa Blanca, la prensa y el resto del circo político. Su decisión de que lleve una vida lo más normal posible es similar a la que Michelle Obama tomó respecto a sus hijas, pero, a diferencia de su antecesora, Melania forma parte de un clan que considera la exposición pública una herramienta electoral, empresarial y comercial. Le guste o no, su hijo es un Trump.