Un nieto escribe sobre su abuela, quien además fue su primera amiga en Lima cuando él llegó sintiéndose un inmigrante en su propio país. Juan Carlos escribe sobre Consuelo, fallecida el 22 de febrero. “La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda, y cómo la recuerda para contarla”, escribió Gabriel García Márquez en el epígrafe de sus memorias. A continuación, una emotiva semblanza de una mujer entrañable que supo amar y disfrutar de la vida.
Por Juan Carlos Pareja Salinas
Durante buena parte de mi vida he operado bajo la premisa de que somos inmortales. No creo que sea algo consciente, sino un mecanismo de defensa que creé para poder disfrutar de los mejores momentos que nos deja la vida sin necesidad de estropearlos con ideas antisociales de mi propia mortalidad o –peor aún– la de mis seres queridos. Quizá sea falta de imaginación o un caso crónico de negación, pero nunca imaginé un mundo sin las tradiciones y las personas que construyeron mi niñez. Aun cuando tenía evidencia fehaciente de lo contrario frente a mis ojos, me era difícil interiorizar que al final solo me quedará el recuerdo como mecanismo de defensa.
La memoria de mi abuela, doña Consuelo Dagnino Gutiérrez, fue un fenómeno prodigioso de la naturaleza. Estaba tocada por la mano de Dios, pues podía recordar todo, sin limitaciones de tamaño o época. Recordaba el sabor de un platillo de su infancia o conversaciones que tuvo con su nodriza en Holanda o detalles íntimos de una relación extramarital de un rey del siglo XIV. No había época de su vida o de la historia que no pudiera recordar con sencillez y usar en conversaciones cotidianas, casi en tonalidad de chisme. Porque nada es más entretenido que el chisme.
Ella fue mi verdadera profesora de historia, pues logró hacerme ver que, más allá de las fechas y las batallas que componen nuestra compleja línea de tiempo universal, hay que mirar a las personas que hicieron la historia, entenderlas como lo que son, seres humanos con apetitos, ideales y familias, para bien y para mal. Mirar la historia de la humanidad bajo su propio prisma.
Fue mi primera amiga en Lima. Cuando llegué, en agosto de 1990, era un inmigrante en mi propio país. Tras siete años en Estados Unidos, Perú era un país exóticamente lejano para mí. Y yo para él. La casa de mi abuela fue mi primer hogar, y probablemente el único estable de mis primeros treinta y seis años de vida. Mi amor infatigable por ella y su hermano Manolito nacen en aquellos primeros meses de adaptación a mi propio país, pues ellos habían pasado por lo mismo y, de alguna forma, ayudaron a sacudirme la presión de no encajar en el molde limeño.
Su historia misma es la historia de una inmigrante. Mi abuelo Carlos Salinas Abril, de visita por Holanda, fue invitado a la Embajada de Venezuela en La Haya, donde conoció a la todavía adolescente hija del embajador venezolano don Manuel Dagnino Salinas. El flechazo fue ciertamente profundo, como una canción de Los Panchos que mi abuela escuchaba en sus últimos días, sin dar explicaciones a nadie: “Tus besos se llegaron a recrear aquí en mi boca / llenando de ilusión y de pasión mi vida loca / las horas más felices de mi amor fueron contigo”.
Momentos preciosos
Doña Consuelo emigra de La Haya a Lima en 1953, una Lima que ciertamente se va con la generación de mi abuela y queda retratada en la literatura de Bryce o en el humor del escritor y arquitecto Héctor Velarde. Tuvo tres hijos: mi madre Consuelito –su hija mayor– y, tras ella, Carlos Manuel y Ana Teresa. Una generación irremediablemente moderna y rebelde que descubrió los encantos de la tabla hawaiana, el rock and roll, el movimiento hippie y tantas otras experiencias esenciales de los años sesenta –al mismo tiempo que fueron formados en una estricta tradición limeña, mientras la realidad sociopolítica devoraba esas tradiciones a velocidades inalcanzables–, hasta reaparecer en un país nuevo y profundamente herido tras las reformas de Velasco.
Los balnearios de La Herradura y Ancón fueron los lugares predilectos de mi familia en aquellos años, como de tantas otras familias; los llamo los años de la inocencia, pues nadie hubiese sido capaz de predecir los cambios que sufrieron los espacios de la ciudad en tan poco tiempo. Solamente su adorado barrio de El Olivar permaneció igual a como lo concibió originalmente el artista y urbanista Manuel Piqueras hace más de un siglo.
He buscado entre centenares de fotos sueltas que mi abuela guardaba en su “archivo fotográfico” –un conjunto de cajones laterales de un pequeño escritorio antiguo– y no encontré ninguna de ella montada sobre su clásica bicicleta con canastita delantera. Estoy seguro de que alguien debe tener una foto de ella montada sobre su bicicleta, cruzando El Olivar desde su mítica tienda de antigüedades en la calle Merino hasta su casa en Morales de la Torre. Durante los veintiún años que tuvo su tienda, desde 1984 hasta 2005, su rutina consistió en cruzar El Olivar seis veces al día en bicicleta, hasta que el cuerpo le pidió mudar la tienda a su casa.
Fue una mujer de un carácter profundamente resiliente y podría decir que hasta rebelde. Superó siempre sus males físicos con una jovialidad contagiosa. Si Lima era gris, ella se vestía de amarillo, o de turquesa, o bien de blanco. La recuerdo cantando sevillanas de súbito, con una alegría en su voz que no condecía con la conversación, el clima o la última crisis política del país. Ella era impermeable a la decadencia del mundo. Citando a la tía Pita Leguía, “Consuelo era luz”. Que yo sepa, el invierno panza de burro jamás oprimió su alma, como a tantas otras víctimas. En Lima vivió su vida adulta, pero sus alas la llevaron por el mundo entero.
Almorzar donde Consuelo fue ciertamente una institución. Su religión fue la comida, pero, sobre todo, la mesa, el compañerismo –que, de ella aprendí, es una expresión romana que deriva de compartir pan–. Era renegona cuando defendía la ingesta de pan ante la horda de nietos modernos que evitan el gluten como si fuese la peste. Mi abuela fue una belleza en su propia ley, pero nunca reprimió el apetito. Y puedo decir que el apetito por su belleza nunca decayó, pues tuvo pretendientes hasta bien entrado el siglo XXI. Una mesa democrática y plural donde un joven errante de veintiún años se reunía con su abuela, su tío genio pero con miedo a salir de casa, comerciantes de antigüedades, artistas, empresarios, pobres, ricos, straight or gay. Aprendí en esa mesa a escuchar, a reír, a tener opiniones fuertes y a veces, claro, a callar.
Ella nunca más se volvió a casar tras su separación. Quizá porque decidió, en algún punto, casarse con su estilo de vida y, en especial, con sus amigas y amigos, quienes enriquecieron su vasto universo. Hablar de la familia de mi abuela es hablar de una familia extendida, pues las amistades que generó a lo largo de su vida han manifestado por ella un amor infatigable, como ella por sus amigos. No importaba el sexo, tampoco la edad, ciertamente nunca importó la billetera o el apellido para convertirse en amigo de Consuelo. Solo importaba el tamaño del corazón. Y también, por supuesto, otras monedas de cambio como el sentido del humor, la belleza física, la buena conversación, o cuán bueno o malo se podía ser al jugar al bridge.
Su amor por las personas y el saber disfrutar los momentos preciosos que tenemos en este planeta son su enorme legado. Digo enorme porque cuesta una vida comprender lo crucial que es vivir bajo esas dos premisas. Siempre fue auténtica y eso la convirtió en una referencia de cómo tomar la vida para quien la conociera. Todos fuimos privilegiados. Y gracias a ella tengo una enorme familia extendida.