«Imagínense que la situación fuese al revés: Keiko en Palacio de Gobierno disolviendo un Congreso vizcarrista ante la denegación fáctica de la segunda cuestión de confianza. Temo que quienes que hoy denuncian con tanta vehemencia la constitucionalidad de la disolución del Congreso serían los primeros en defenderla».
Por Fabio Núñez del Prado
Magíster en Leyes de la Universidad de Yale, especialista en arbitrajes internacionales
Se ha discutido intensamente durante las últimas semanas si el cierre del Congreso de parte del presidente Martín Vizcarra fue constitucional. El debate ha adquirido tanta relevancia que se ha convertido en una auténtica pelea de box intelectual entre constitucionalistas y politólogos. Lo que ha llamado la atención, sin embargo, es la intransigencia con que han tratado el tema los más destacados especialistas. No les cabe la menor duda de que ellos tienen la razón y que los demás están equivocados, como si el derecho fuese una especie de ciencia gnóstica en que existe una única verdad.
El derecho es –ante todo y sobre todo– una ciencia socrática. Chaïm Perelman –reputado filósofo del derecho– decía que el derecho es una rama de la retórica y no una rama de la epistemología. La verdad jurídica, por ende, es dialéctica en el sentido platónico del término. Por lo tanto, en este fogoso debate en que se discute la constitucionalidad de la disolución del Congreso, no creo que sea posible absolutizar una posición. Dejemos de defender fanáticamente nuestras posiciones y empecemos a dudar de nuestras propias premisas. Después de todo, como bien decía Karl Popper, ese es el primer paso para llegar al conocimiento.
Pero si es que el derecho es relativista por naturaleza, el derecho constitucional lo es aun más. Difícilmente existirá una rama del derecho que esté más teñida de tinte político que el derecho constitucional. La política y el derecho constitucional están tan ligados como la sombra al cuerpo. No sin razón, nuestra carta magna se llama Constitución “Política” del Perú. Resulta inevitable que las discusiones constitucionales se politicen. Si se ponen a pensar, la mayor parte de los argumentos en este apasionado debate se encuentran absolutamente ideologizados. Por un lado, quienes simpatizan con Vizcarra, han defendido la constitucionalidad del cierre del Congreso; y, por el otro, quienes simpatizan con el fujiaprismo o desprecian a Vizcarra han denunciado la inconstitucionalidad de la medida.
Y es que está psicológicamente demostrado que los seres humanos no solemos actuar racionalmente, sino de manera emocional. Solo una vez que hemos actuado condicionados por nuestras emociones, racionalizamos nuestros actos. Este es uno de los grandes legados del fundador de la escuela conductista de psicología, John Watson, quien en una emblemática frase señaló que “tras actuar dominados por nuestras vísceras, solemos racionalizar nuestros actos para ocultar nuestra debilidad”. Si se tiene en cuenta lo ideologizada que está la discusión, es mucho más fácil advertir por qué es insensato afirmar que tal o cual constitucionalista es dueño de la verdad. Virtualmente todos están condicionados por sus emociones, por sus ideologías y por sus simpatías políticas.
Un ejercicio sano para confirmar que no nos estamos viendo condicionados por nuestras emociones consiste en invertir los roles del juego. Imagínense que la situación fuese al revés: Keiko en Palacio de Gobierno disolviendo un Congreso vizcarrista ante la denegación fáctica de la segunda cuestión de confianza. Temo que quienes que hoy denuncian con tanta vehemencia la constitucionalidad de la disolución del Congreso serían los primeros en defenderla. Y es que, consciente o inconscientemente, nuestras emociones nos traicionan.
La gran pregunta es a quién dará la razón la historia. Tengo la impresión de que la situación está ya sentenciada por razones absolutamente ajenas al derecho constitucional. Una de las cosas que me dijo una vez Guido Calabresi –uno de los jueces más reputados en Estados Unidos– es que detrás de una discusión jurídica siempre hay una discusión de valores morales. Lo cierto es que el Congreso disuelto representaba a uno de los peores gérmenes de este país. Un buen licuado de abuso de poder, corrupción, ineptitud, torpeza y chabacanería. El peruano estaba harto del Congreso. Más allá de la discusión constitucional propiamente dicha, creo que es muy difícil que, al momento de juzgar, la población peruana pueda desprenderse de lo que el Congreso representaba para el país: un ántrax político que cercenaba todos los principios de un estado de derecho. Ese siempre será un elemento determinante en la balanza.
Gabriel García Márquez nos regaló el título para este nuevo capítulo de Netflix peruano: crónica de una muerte anunciada. Al Congreso no lo liquidó Vizcarra; se suicidó. Desde el día en que Keiko perdió las elecciones, fue el propio fujimorismo quien se encargó de repartir a todos los peruanos las lampas con que lo iban a enterrar.