Esta es la historia de una familia que emprendió el titánico proyecto de la recuperación y refacción de su antigua hacienda en Yucay: tres hectáreas destinadas al cultivo y la producción agrícola, donde se levanta una casa que recoge distintas épocas y que hoy muestra todo su esplendor.
Por Laura Alzubide Fotos de Josip Curich.
Alvaro Ruiz de Somocurcio ha trabajado siempre en el mundo del periodismo. Era subgerente general de “La Prensa” cuando Juan Velasco Alvarado llevó a cabo un golpe de Estado y ocupó la presidencia del Perú. Sin embargo, a pesar de haber vivido en carne propia momentos cruciales como este, reconoce que una de las mayores aventuras de su vida fue recuperar y reconstruir la hacienda que tenía su familia en Yucay, en el valle de Urubamba, el lugar de descanso de los incas. Una zona que, por más que se pone de moda, no deja de ofrecer sorpresas. Como la hacienda que aparece tras recorrer un angosto sendero de origen inca.
“La construcción es de finales del siglo XVIII, aunque después hubo muchísimas modificaciones”, explica Ruiz de Somocurcio. “Mi abuela la recibió como regalo en 1914. A comienzos de los sesenta, la vendió como si fuera un campo agrícola, en pedazos, a la gente que trabajaba con ella. En 1978, empezamos a comprarla de a pocos, para rescatarla, terreno por terreno. Estaba destrozada. Los techos habían colapsado por el crecimiento de una buganvilia. Al final, en 1993, comenzamos a reconstruirla”.
Tardaron catorce años en acabar la reconstrucción. No es de extrañar. El acceso es difícil. Hay que caminar más de seiscientos metros por el sendero. Los andenes se levantan al costado de una acequia también incaica. Los autos no pueden llegar hasta el lugar, lo cual exigió que el picapedrero trabajara en la misma casa y que las mulas transportaran los vidrios, los muebles y el encofrado de los techos a lo largo de este camino. Justamente, eso es parte del encanto. No hay ruido. No hay nada que perturbe la paz de este rincón del valle.
“El trabajo más importante en la restauración fue mantener el espíritu original”, afirma Ruiz de Somocurcio. “No hemos hecho más que mejorar la casa y darle facilidades modernas, como una cocina nueva y los baños, dejándola como estaba en 1800. En cuanto al resto, no se ha tocado nada. Los muros eran de adobe. Tenían un metro ochenta de espesor. Los techos se han vuelto a arreglar tal como eran. No hay clavos. Todo está amarrado con cuero. Las tejas tienen más de doscientos años. A pesar de esto, no fue difícil conseguirlas. Yo canjeaba dos tejas nuevas por una vieja.
Las tejas nuevas son más chicas, así que no había problemas”. Álvaro Ruiz de Somocurcio nació en esta hacienda, donde vivió con su hermano, su abuela y una tía hasta los quince años. En 1958 se puso la primera instalación eléctrica en el valle y la casa fue una de las primeras en tener luz. Todavía recuerda cómo, de niño, se lavaban con agua helada de la acequia. Antes, el valle era verde.
Había mucha agua, un bien que escasea. Ahora, el verde de la chacra solo se mantiene en la parte del fondo: donde se ubicaba la cocina, las caballerizas y el corral de vacas, ahora hay un jardín gigantesco y una huerta con flores típicas de la región.
Las claves de una transformación
La casa es de una sola planta, con excepción de una zona con dos pisos. Los dormitorios se encuentran alrededor del patio, que se había convertido en un jardín y al que se devolvió su aspecto original con un piso de canto rodado. Las áreas comunes han sido transformadas para albergar una cocina y baños nuevos. “La sala era el dormitorio de la abuela”, añade Ruiz de Somocurcio. “Lo que ahora es el comedor, antes era la sala.
Esta tenía el techo en tijeral, cubierto por una tela muy gruesa con pintura mural andina, con motivos florales, que databa de principios del siglo XIX. Se destrozó. La hemos tratado de conservar. Y, al final, tuvimos que volarla y dejar los tijerales como estaban”.
Álvaro Ruiz de Somocurcio admite que el motor de la transformación ha sido Liliana, su mujer, a quien se le conoce por su amor por el arte y gusto impecable . “La hacienda estaba abandonada”, confiesa. “No quedaba nada. Ningún mueble. Vivían dos familias y una de ellas utilizaba las habitaciones como depósito. Tenía un uso adecuado a lo que es la forma de vida de la gente de la zona: cultivo y animales. Pero, en Lima, Liliana consiguió muebles de principios de siglo pasado, los aparadores con mármol, las mesas de noche… Todo es muy viejo y está muy bien conservado. Gracias a eso, la casa tiene un espíritu antiguo. Parece que estás entrando a las décadas de 1910 y 1920”.