En la primera mitad del siglo XX, Lima era una ciudad chiquita, coqueta y chismosa que se prestaba a historias de amor surrealistas. Unas más largas, otras más cortas y, sin duda, unas más felices que otras. Rescatamos cuatro de nuestras favoritas.
Por José María López de Letona
Pilar Pallete y John Wayne
Pilar estaba descalza y llevaba un vestido de gitana. Acababa de rodar una escena de baile para una película, cuando el director le presentó a John Wayne, el decimotercer actor más importante del siglo XX, según el American Film Institute. “Buena danza”, dijo él, mientras le clavaba sus ojos azules y la miraba de arriba abajo. “Encantada”, acertó a titubear ella, desconcertada. Pilar Pallete, hija de un senador, nació en el seno de una familia de clase alta en el puerto de Paita.
Se casó en primeras nupcias con el cazador profesional Richard Weldy, aunque el matrimonio duró muy poco. Conoció a Wayne en el Perú, en 1953, cuando él se encontraba buscando locaciones para su película, “The Alamo” (1960). Un año más tarde, Pilar fue a Los Ángeles para doblar una película, y allí se encontró con el legendario actor por segunda vez.
Se casaron en noviembre de 1954, el mismo día en que John Wayne consiguió el divorcio de su primera esposa. Pilar se alejó del cine para ejercer de madre de sus tres hijos: Aissa, Ethan y Marisa. Durante los primeros diez años de su matrimonio, viajaron extensamente por los proyectos cinematográficos del actor.
En 1965 se mudaron a Newport Beach, California. Pilar, que empezó a dedicarse al arte, alquiló un estudio en Corona del Mar, donde recibía a sus clientes con cafés y sanguchitos. Al año ya se había convertido en un solicitado restaurante.
John y Pilar se llevaban veinte años, pero la peruana recuerda en sus memorias que él parecía un hombre mucho más joven. “Le gustaba el esquí acuático, salir en bote, bailar… era un bailarín maravilloso. Nos divertíamos mucho juntos”.
Aunque Pilar también lo describió como un hombre que podía ser terco, dominante e insensible, resaltó sobre todo su amabilidad, su generosidad y su gran sentido del humor. “Era magnético y todos querían estar con él. Era un hombre fascinante”, recuerda. “Era extremadamente inteligente y se pasaba el día leyendo”. Pocos podían imaginar que el encuentro fortuito entre la bella peruana y el actor de Hollywood sería el comienzo de una relación de casi tres décadas y tres hijos juntos.
Doris Gibson y Sérvulo Gutiérrez
En su libro “Viaje de ida”, Fernando Ampuero relata la gran historia de amor que vivieron Sérvulo Gutiérrez y Doris Gibson, la fundadora de “Caretas”. Ampuero recuerda cómo el carismático pintor, boxeador y poeta, y la bella periodista pasearon su amor, por todo lo alto, por “la bohemia de Lima, una ciudad pequeña y con encanto, que albergó a la noctámbula pareja en el café Dominó de las Galerías Boza, en los bares y boites de la plaza San Martín, el Zela y Negro Negro, y en el festivo Karamanduka de la avenida Arenales”. La relación de Sérvulo y Doris que, según Ampuero, “tuvo poco de modosa y mucho de borrascosa, fue feliz y exaltada como las de los grandes amores, y marcó el espíritu de Sérvulo con la insaciable avidez de la obsesión”.
La relación solo duró tres años, pero alimentó el espíritu bohemio con el que se le asociaba a ella, una de las mujeres más elegantes y hermosas de Lima, de quien cuentan que todo el Jirón de la Unión volteaba al verla pasar. Sérvulo pintó a Doris como dama vestida, como musa desnuda, como bruja de Cachiche y hasta como Santa Rosa de Lima. En varios retratos de mujeres que hizo en aquella época se vislumbra siempre algún rasgos de Doris, “plasmados con pinceladas, trazos con los dedos, raspados, como el artista enloquecido que era, buscando en su arte un sosiego inalcanzable”, comenta Ampuero.
El escritor también recuerda una anécdota. “Una noche invernal, y con garúa persistente, ella y Sérvulo iban a la peña Karamanduka, a festejar una muestra de sus pinturas. Al momento de acercarse a la puerta, Sérvulo se detuvo y miró hacia una esquina, donde había dos chicas desconocidas, con faldas al tubo y cruzadas de brazos, temblando de frío. Eran prostitutas. Entonces él le dijo: ‘Espérame un momento’, y de inmediato compró dos sánguches calientes en un local vecino y se los llevó. Cuando regresó al lado de Doris, comentó: ‘¡Pobrecitas! Quizá así tengan algo de calor’”.
Clorinda Málaga y Manuel Prado
Cuentan que el amor entre Clorinda Málaga y el futuro Presidente de la República fue instantáneo. En la década de los treinta, Manuel Prado Ugarteche llegó de París para asumir la presidencia del Banco Central de Reserva (BCR). La periodista Patricia del Río escribió para COSAS una semblanza de su tía abuela Clori, la hermana favorita de su abuela, Maco Málaga. Dicen que Clorinda lo vio en la portada de algún diario y refirió: “De un hombre así me enamoraría”.
A los pocos días, por cosas del destino, Clori recibió una invitación para asistir a una cena en honor del flamante presidente del BCR. Entonces ella sacó sus mejores galas. Clorinda tenía cualidades de sobra para enamorar: su belleza y su elegancia legendaria, pero también su inteligencia y su sentido del humor, que a veces podía ser muy ácido, sobre todo para detectar lo que ella consideraba “huachaferías”. Manuel Prado, sin ser guapo, tenía fama de irresistible, y a sus más de 50 años, casado desde hacía más de treinta con la dama de sociedad Enriqueta Garland, quedó prendado de Clori, dieciséis años menor que él.
No se sabe exactamente cuándo empezó el romance pero, para cuando Prado asumió la presidencia por primera vez, en 1939, ya se veían a escondidas. Esto no era nada fácil en la Lima de entonces. Pronto empezaron a correr los chismes del romance entre el presidente y la hija de un importante minero. En un país aún más conservador y católico que ahora, el divorcio no era una opción para el mandatario, y cuentan que Clorinda se disfrazaba de lo que fuera –hasta de costurera– para entrar a Palacio de Gobierno.
Tras una década de amores furtivos, al terminar el primer periodo de Prado, encontraron la posibilidad de amarse lejos de su chismosa ciudad. Se fueron a París, pero no vivían juntos, pues Prado estaba separado de su esposa, no divorciado, y había que mantener ciertas apariencias. Patricia del Río recuerda que “paseaban por el Sena, asistían a la ópera y a fastuosas cenas sin que nadie los molestara. Clorinda no le temía al escándalo: tantos años esperando la habían curtido y estaba preparada para lo que fuera”.
Ya elegido Presidente de la República por segunda vez, en 1956, Prado le pidió a Pío XII la anulación de su matrimonio con Enriqueta Garland. Tras innumerables trámites, el Sumo Pontífice cedió, y el matrimonio Prado-Garland quedó disuelto. Pese a que las damas de la alta sociedad limeña salieron a protestar vestidas de negro a las puertas de la Catedral por semejante escándalo, Clorinda Málaga se casó con Manuel Prado el 18 de julio de 1958.
Asumió el cargo de primera dama y se hizo mundialmente conocida por su elegancia. Fue elegida por el “Daily Herald” de Londres como una de las mujeres más distinguidas del mundo y fue mencionada en varias revistas, como la edición estadounidense de “Vogue”.
Vivieron sus últimos años juntos, en París. Clorinda falleció en 1993 y fue enterrada en el Cementerio Presbítero Maestro, junto a Manuel Prado, quien había muerto en 1967. A veinte metros de ellos descansa Enriqueta Garland, en el mausoleo de los Graña. Ya nada puede separarlos.
“Archivo expiatorio”, de Luis Jochamowitz: retratos biográficos de Manuel Prado
Pedro y Amelia Weiss
Amelia Weiss está sentada en su sala, tranquila, como esperando algo que nunca llegará. La rodean sus esculturas, que están por todas partes, y sus recuerdos. “Lo único que les puedo decir es que fui feliz”, responde cuando le preguntamos sobre su gran amor.
Pedro Weiss fue un médico, investigador y científico peruano, conocido por ser pionero de la patología en el Perú. Se casó con Amelia Weiss, una célebre pintora y escultora varias décadas menor que él. Se conocieron de una manera muy casual. Amelia estaba enferma y el doctor fue a visitarla. Se hizo amigo de la casa, pero sus intenciones eran otras. “Se preocupaba mucho por mí, decía que era una chica muy buena, y no quería que me pasara nada”. El doctor era soltero… y mayor. “Pero nos llevamos muy bien, en todos los sentidos”, dice con un brillo pícaro en los ojos. El doctor Weiss era muy independiente y se pasaba el día investigando mientras Amelia estudiaba. Se casaron en Lima y luego se fueron a vivir dos años a Roma.
En Lima “pasaron la vida; siempre muy bonito”. ¿Cómo lo recuerda? “A Pedro le gustó siempre la soledad”, comenta. Amelia le encantaba salir, y él la dejaba, pero siempre acompañada de una amiga o un familiar. Donde iba él, ella lo acompañaba, fueran sus conferencias por el mundo o sus viajes de investigación.
Viajaron a la selva, y recorrieron el Huallaga durante un mes. Tenían un yate y las tardes de verano salían a pescar en Pucusana, donde tenían una casita para descansar. Pescaban con red y le regalaban la pesca a los chicos del lugar. “¡Ahí viene el gringo!”, decían los muchachos al verlos bajar del bote. Han pasado casi treinta años desde que se fue el doctor, pero para Amelia parecer que fue ayer. ■