Luego de 26 años alejado del cine nacional, Ricardo Blume, nuestro primer actor volvió al Perú para protagonizar “Viejos amigos”, ópera prima de Fernando Villarán. La última película que rodó en México, “Tercera llamada”, fue la cinta con más reconocimientos en el Festival de Cine de Guadalajara. Pero no estamos aquí solo para hablar de trabajo. Este año Ricardo cumple 80, y su vida, al igual que su carrera, está colmada de brillos.
Por Mariano Olivera La Rosa. Fotos de Deborah Valença.
Recostado en una silla de playa, Ricardo Blume descansa antes de grabar la siguiente toma de la escena 31. Se rueda “Viejos amigos”, frente al Hogar Canevaro del Rímac, y Ricardo, con anteojos oscuros y una sombrilla azul sobre la cabeza, da la impresión de haberse equivocado de lugar de veraneo.
Bebe una gaseosa negra de un vaso de plástico y mira al frente, hacia la fachada del hospicio, donde tres ancianos asoman por sus ventanas para espiar la película que se filma afuera. Uno, imperturbable, contempla el acontecimiento con unos prismáticos pequeños; otro levanta una mano para saludar; y la tercera abandona su ventana para pedirle a la enfermera que conduzca su silla de ruedas hasta el lugar de los hechos.
Ricardo se quita los lentes, se pone de pie y camina con parsimonia, como si cuidara cada paso. Recibe una lata de tofis de manos de una asistente y se reúne con los demás actores que participan en la escena: Carlos Gassols, Enrique Victoria y Teddy Guzmán. Con los dos primeros, sube a un Dodge del 64, mientras el personaje de Teddy lucha por hacerse de la misteriosa lata, que, en realidad, es el recipiente donde descansan las cenizas de su ficticio marido. Después llega la orden: “¡Corten!”, y Ricardo vuelve a su silla de playa. Pero en la escena 31 no aparece Carmencita.
Carmencita es una cazadora de autógrafos de 105 años que lleva un cuaderno naranja sobre el regazo. Es, además, la mujer que llega en silla de ruedas al lugar de los hechos y la fan emocionada que vocifera: “¡¿Es Ricardo Blume?!” (“Sí, es uno de tus tiempos”, le responde la enfermera)… “¡Nooo! ¡Mentira! ¡Cómo habrá sido de joven ¡Churrazazaso!”, exclama Carmencita.
“Vengo a darle un abrazo; si no, no duermo”, añade abriendo los brazos, y Ricardo, amabilísimo, la abraza y luego estampa su autógrafo sobre una página en blanco del cuaderno naranja. Luego se acerca a mí, me mira con los ojos bien abiertos y, en voz baja, me dice: “Ahora las fans tienen 100 años”.
El amor, el tiempo y la familia
A Ricardo Blume podrían definirlo tres rasgos: su racionalidad, su lealtad y su modestia; y los tres han dejado huella en su vida. Ha encarnado a personajes ficticios como Nathan El Sabio y a otros más reales y cercanos en el tiempo como Sigmund Freud, tiene 52 años de casado y una larguísima carrera como actor exclusivo de Televisa, y a pesar de tener un cargo vitalicio como actor de número en la Compañía Nacional de Teatro de México, ser el fundador del TUC y el primer actor nacional en recibir un honoris causa en el Perú (más un largo etcétera de logros y reconocimientos notables), mantiene “los pies en la tierra”.
“Me gusta manejar las cosas con la cabeza”, me dice, ya sentados en el sillón de su sala. “¿Para qué la tengo? La tengo para usarla. Para tratar de vivir de acuerdo con unos principios elementales, pero muy sólidos. Creo que uno no puede cambiar el mundo, pero sí puede tratar de influir en los que están alrededor.
Esa es mi filosofía de vida”. Una vida que empezó en la década del treinta, en la calle Mariscal Castilla de Miraflores (hoy Berlín), cuando Lima era la ciudad de los fundos, los terrenos baldíos y los distritos tradicionales, y sus habitantes se movilizaban a pie o en tranvía; los hombres con sombreros traídos de Europa, y las mujeres engalanadas con vestidos y joyas. Ricardo, como casi todos los de su generación, fue criado en un colegio religioso, bajo la influencia del catolicismo.
Su madre cumplía con todos los ritos hasta que un día dejó de ir a confesarse porque el cura se quiso propasar con ella. Su padre, en cambio, era ateo. No le gustaban los curas ni los militares. “A mí me pasa lo mismo”, dice Ricardo. “Y yo, como Vargas Llosa, podría decir que soy un agnóstico y quedar muy bien, aunque nadie sabe qué quiere decir eso exactamente, pero bueno… Yo tengo mi relación con eso que llamamos Dios de forma directa, no quiero intermediarios. Soy más tolerante que mi padre, pero no cumplo con ningún rito de la iglesia. Cuando te haces viejo, es más claro que esas cosas no importan”.
Su madre, una mujer que, como buena italiana, preparaba grandes comidas, organizaba fiestas y disfrazaba a sus seis hijos y los hacía cantar (así empezó Ricardo, cantando para la abuela), falleció cuando él tenía 13 años. Pero dos de sus más recurrentes recuerdos están ligados a ella. “Tengo una imagen, casi un flash, de mi mamá en cama, seguramente en su último tiempo, y yo me abrazaba a ella y sentía lo que llaman el meteorismo…
Eso lo recuerdo mucho. Y, después, otro flash en el que estoy al otro lado de su cama, diciéndole que me gusta mucho una chica de Miraflores, con nombre y apellido, y ella me dice: ‘¡Tienes buen gusto!’”.
Para sobrevivir a la pérdida a una edad tan complicada, Ricardo comenzó a escribirle versos a su madre. “Hablaba de ella y de la falta que me hacía”, recuerda. “Aún los tengo. Péeesimos, pero me ayudaron a mantener el vínculo”. Su padre, como buen inglés, era cariñoso a su manera. Cuando Ricardo fue a despedirse de él para irse a España a estudiar actuación, este solo le hizo un gesto y le dijo “cuídate”.
Tres pasos más allá, Margarita, la mujer que trabajaba en la casa, se adelantó y abrazó a Ricardo, los dos lloraron “a mares”. “Pero mi papá era el que me escribía todas las semanas y recortaba mis artículos, me los mandaba, los criticaba, todo. Mi papá era un tipo colosal”, dice Ricardo. Cuando recuerda, su mirada adopta una profundidad especial, como si mirara hacia adentro. “Me acuerdo que Eddie (el menor de los Blume Traverso, quien también se dedicaba al teatro) le tocaba la calva, ‘¡viejito!’, le decía, y nosotros, espantados, ‘¡cómo se atreve!’”.
Eddie falleció en el 2009. Tuvo el coraje de ser uno de los primeros personajes públicos de Lima que proclamó su homosexualidad, le digo.
Yo era tan ingenuo que no sabía que mi hermano era homosexual. Hasta los años setenta que, estando en México, se confesó conmigo y para mí fue como “¡qué es esto!”. No era malicioso, pues. Pero él no era una loca ni nada. Después he admirado muchísimo su trabajo y su valentía; no compartía muchas de sus formas, pero… no es un tema que me guste tratar. Ricardo vivió en España entre 1956 y 1960, gracias a una beca para estudiar actuación otorgada por Raúl Porras Barrenechea a nombre del Instituto de la Cultura Hispánica.
Era la España de Franco y el teatro no era ajeno a la censura. “‘Los cuernos de don Friolera’, la obra de Valle Inclán, solo se podía anunciar como ‘Don Friolera’”, cuenta Ricardo. “Un lunes se daba una función con la guardia de asalto rodeando el teatro para ver quién entraba y quién salía. Mandaban a la censura a ver un ensayo general y observaban: ‘¡La señorita no puede salir con ese vestido, tiene que ser más largo!’… ¡Era horrible!, esa censura estúpida de las cosas exteriores. Se sentía”. Pero cuatro años antes de viajar a España se había enamorado de quien hasta hoy es su esposa: Silvia del Río.
¿Existe una fórmula para hacer que el matrimonio cumpla con su promesa y dure para siempre?
Te enamoras, quieres, tienes hijos, convives, compartes… pero no hay ninguna receta. Yo recuerdo que fui con mi amigo Leslie (Lee, el pintor) a ver a las chicas en mallas que bailaban ballet, que era como verlas en topless ahora, y entre las que conocimos estaba Silvia. Primero fuimos amigos, luego un día nos dimos cuenta de que estábamos yendo de la mano, otro día nos besamos… y de ahí en adelante todo ha sido muy natural. Y fíjate que es difícil con una profesión como la mía, con la época de la galanura en que las mujeres se me tiraban encima. Pero siempre supe que Silvia era la mía… “La mía”, ¡qué machista, qué estoy diciendo!
La mujer para ti.
Claro, mi media naranja.
¿El amor se renueva o se sostiene?
Todos los consejeros matrimoniales dicen que es como una planta que hay que cuidar. Para mí, hay que cuidar la convivencia, pero no el amor, porque el amor se da o no se da. Aunque también hay una lealtad. Cuando tengo alguna tirantez con mi mujer, yo la recuerdo a la edad que tenía cuando nos conocimos, a sus 18 años. Entonces me acuerdo de esa chica y digo: “¿Cómo voy a portarme mal con ella?”.
¿Silvia fue la primera mujer de la que te enamoraste?
No, a los 9 años creo que tenía dos enamoradas –sonríe–. Y tuve otra enamorada que iba a buscar a la salida del colegio y me traicionó con un amigo. Fue terrible.
Cuando viajaste a España, ¿fuiste con Silvia?
No, ella me esperó esos cuatro años. Nos casamos a mi regreso, en 1960.
Se esperaron con correspondencia de por medio, con cartas que viajaban en barco y tardaban un mes en llegar. Pero como se escribían con frecuencia, llegaban seguido. “Un día cometí la estupidez de botar todas las cartas para –adopta un falso tono de queja– acabar con el pasado y seguir para adelante”, dice Ricardo con el ceño fruncido. “Qué estúpido, ¿no? De joven era muy impulsivo”.
Ahora, con casi 80 años cumplidos, dice que ya vivió bastante y tuvo más cosas de las que podía imaginar. “No tengo sino que decir ‘ya, pues, la muerte es una parte de la vida’. Antes que ser un viejo senil, prefiero morirme, que me den una pastillita”, asegura. Piensa que la eutanasia es un “derecho humano” y que el que se suicida es porque no aguanta una situación de presión.
–¿El suicidio no es un acto cobarde?
–¡Tonterías! He tenido un pariente que se suicidó por eso; tenía tantas cosas encima que se tiró por la ventana… –Se levanta para encender una luz. Hemos conversado largamente y ya anocheció–. Así pienso, pero solo respondo por lo que digo hoy –vuelve a sonreír. Luego me mira con semblante bondadoso y añade–: Creo que ya tienes para escribir un libro.