Pedro Manuel García Miró Elguera fue un destacado deportista, político, artista y cazador peruano que tuvo una vida intensa y llena de matices. Cuatro décadas después de su partida en 1980, cuando apenas tenía 50 años, lo recordamos con una emotiva semblanza escrita especialmente por uno de sus nietos.
Por Alonzo Vega García Miró
‘Piruco’, como le decían sus amigos, era una persona encantadora y amable que nunca dejará de existir en el recuerdo de quienes lo conocieron. Era el tipo de persona que te dice las cosas mirándote siempre a los ojos. Era un hombre transparente y, si hay un par de palabras que podrían definir todo lo que hizo durante su vida, esas son la elegancia y la sobriedad. Cuando se trataba de alguna afición, arte o deporte, siempre optó por practicarlo antes de ser espectador. Pedro Manuel destacó como miembro del seleccionado peruano de Tiro, participó en los III Juegos Panamericanos de Chicago e incluso logró obtener la medalla de plata por equipos en aquel certamen.
Un año después, tuvo la oportunidad de competir en los Juegos Olímpicos de Roma 1960. Aprendió a tocar piano de oído y tenía un don para las artes plásticas. Sin duda, muchas de sus aficiones fueron transmitidas a sus hijos y luego a mí. Definitivamente su pasión más grande fue la familia y su mayor afición, la cacería. Llegó a cumplir el sueño de ir a África para cazar a los “cinco grandes” (elefante, león, rinoceronte, búfalo y leopardo), pero, cuando se encontró frente a frente con un elefante, se dijo a sí mismo: “¿Cómo podría matar a este majestuoso animal que está sobreviviendo en este lugar árido e inhóspito?”. No jaló el gatillo. Ese momento dibuja perfectamente cómo era ‘Piruco’: no necesitaba demostrar nada. Su sueño ya se había cumplido con solo estar allí para vivir ese momento.
Siempre le interesó la política, y eso lo llevó a presentarse como diputado por Lima con el partido Unión Nacional Odriísta. Salió elegido con la más alta votación, aunque no llegó a juramentar debido a un golpe de Estado.
Fue amante y conocedor de los gallos de pelea. Fue criador y participó en peleas durante muchos años. Transmitía su afición por los gallos pintándolos, dando mucho énfasis en el movimiento, lo que llevó a que en 1956 diseñara el escudo que tendrían los aviones Hawker Hunter del 14 Escuadrón de Caza del Grupo Aéreo N.° 6 de la Fuerza Aérea del Perú. De esta manera, el gallo de pelea, que se caracteriza por su velocidad, valentía y entrega hasta el final, se convirtió en el escudo que identificaría y sigue identificando hasta hoy al Escuadrón 611. Siempre estuvo interesado en el mundo taurino, por lo que toreó en novilladas y rejoneo (toreo a caballo), pero nunca usó la espada contra el toro. Su manera tan clara de ver la vida marcó toda una tradición entre nosotros: el amor por las cosas simples, la naturaleza y la familia.
La historia por parte de mi abuela Suzanne empieza cuando llega a Lima con sus padres, Harold Lee George y Violette Houghlan. Harold vino al Perú como presidente de la línea aérea Peruvian International Airways. La vida de mi bisabuelo sin duda merece un artículo aparte. Él empezó como piloto durante la Primera Guerra Mundial, luego estudió Derecho y eventualmente fue Comandante en Jefe de la División Aerotransportada de Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial.
Se retiró con el grado de Comandante General tres estrellas y como héroe nacional. Más adelante, llegó a ser en dos oportunidades alcalde de Beverly Hills, en California. Su nombre y busto se encuentran en el Salón de la Fama de la Fuerza Aérea, en la US Force Academy de Colorado. Su hija, mi abuela, conoció a mi abuelo al año siguiente de su llegada a Lima, en una fiesta de carnavales, en casa de una amiga en común.
El bisabuelo era una persona muy estricta, pero ellos se las ingeniaban para verse con frecuencia en la casa de alguna amiga. La familia de mi abuela, que había proyectado permanecer cinco años en el Perú, regresó a Estados Unidos debido al nombramiento de mi bisabuelo como vicepresidente de la empresa de aviación de Howard Hughes en Los Ángeles. En palabras de mi abuela: “En febrero de 1949, Pedro Manuel llegó sorpresivamente a Los Ángeles para visitarme.
Aprovechando su presencia y gracias al apoyo de mi mamá, hizo posible que nos casáramos por civil. Él tenía 19 años y yo, 16. Pero esto fue sin el conocimiento de mi padre, puesto que en todo momento se opuso a nuestra relación. Sin embargo, él se enteró unos días después, cuando abrió el diario que siempre leía y vio el artículo sobre nuestra boda a escondidas”.
Del aeropuerto a la iglesia
A pesar de todo, mi abuela decidió ir más allá y, con la ayuda del consulado peruano en Los Ángeles y el apoyo de los padres de ‘Piruco’, pudo obtener un pasaporte peruano y así consiguió venir al Perú. Acá en Lima todo estaba preparado para su llegada. Bajando del avión, mi abuela traía el vestido en su maleta. La iglesia Virgen del Pilar ya estaba separada para la boda. Ese mismo día contrajeron matrimonio.
Recién casados, se fueron a vivir a Chaclacayo. Allí residieron por más de 25 años. A los 34 y 32 años, respectivamente, ‘Piruco’ y Suzanne ya tenían una familia de nueve hijos: Suzanne, Talía (mi mamá), Pedro, Rafael, Sidney (‘Pelusa’), Alejandro, Josefa (‘Pepita’), Alonso y Santiago. Las anécdotas de mi madre y mis tíos, como pueden imaginar, son infinitas. Me suelen contar cómo en la casa siempre había mucha gente, porque cada hijo llevaba a dos o tres amigos. Actualmente, la familia se compone de ocho hijos, 25 nietos y 28 bisnietos.
A pesar de trabajar en el diario “El Comercio” y tener múltiples aficiones, lo más importante para mi abuelo siempre fueron sus hijos, y ellos disfrutaban mucho de su compañía. Con los hombres, cada fin de semana se levantaban de madrugada para salir a cazar palomas en la hacienda Huampaní. Gran parte de la cacería se iba a los ‘capacheros’ y otra formaba parte de unos deliciosos tallarines con pichón que él mismo preparaba. Era un magnífico cocinero, siempre llevado por la satisfacción de hacer él mismo las cosas que le gustaban. Esta es una gran herencia que hemos recibido todos sus descendientes.
Mi tío Pedro y mi mamá cuentan que mi abuelo era muy cariñoso, alegre, ocurrente y preocupado por nosotros. Le encantaba disfrutar todo lo que podía con sus hijos, por lo cual pasaba vacaciones en Ancón desde fines de diciembre hasta fines de marzo, de corrido. En el invierno, a veces colgaba una gran sábana en el jardín y proyectaba una película, siempre encontrando maneras de alegrarle el día a los demás. Mi abuelo fue muy querido en la tierra, y seguramente también lo es en el cielo. Murió muy joven, cuando recién había cumplido los 50 años. Pero, para muchos, nunca partió. Como dijo alguna vez Antonio Miró Quesada (1845-1930): “No muere quien perdura en el espíritu de sus descendientes”.
Carismático, colaborador, sencillo, amigo de reyes y de la gente humilde, para ‘Piruco’ todos estaban a la misma altura. Otra cosa que lo caracterizó fue su desprendimiento por las cosas materiales: bastaba que alguien le dijera “¡qué lindo tu reloj!” para que él se lo sacara y se lo regalara. Así era ‘Piruco’. Me cuentan que durante la visita de su amigo Pedro Vargas, el legendario cantante mexicano fue a almorzar a Chaclacayo y vio las armas de mi abuelo. Una le llamó la atención de manera particular: era un revólver K38 Smith & Wesson con empuñadura de cuerno de ciervo, en una cartuchera de cuero negra con adornos en plata. Ese revólver era una de sus armas preferidas, pero no dudó dos veces en obsequiarle la pistola.
Cuando mis tíos se encuentran con antiguos trabajadores de “El Comercio”, ellos siempre tienen palabras emotivas para describirlo: “¡Qué falta hace tu papá! Al diario le falta esa alegría y esa mano amiga que daba apoyo a quien lo necesitaba. La puerta de su oficina estuvo siempre abierta para todos”.
Integrador, amante de los deportes y las aventuras. Admirado por sus amigos y, sobre todo, por quienes más le importaban: sus hijos. Sin duda conservamos gran parte de él en nuestras vidas. El amor a la naturaleza y a las cosas simples de la vida.