Creció y vive en una relación permanente con el arte. Hoy, Inés Wiese siente que su trabajo artístico es movilizado por un impulso irrefrenable. Conversamos con ella sobre su obra y cómo el confinamiento modificó por completo su manera de abordarla.

Por Omar Mejía Yóplac Fotos Alexander Pérez-Flores

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wp-image-200482″ title=”“Siempre supe que sería artista. Crecí muy sensibilizada, rodeada de gente que pintaba y esculpía”, asegura Inés.” src=”https://cosasbucket.s3.amazonaws.com/wp-content/uploads/2021/02/17131836/Ines-Wiese-1-216×300.jpg” alt=”“Siempre supe que sería artista. Crecí muy sensibilizada, rodeada de gente que pintaba y esculpía”, asegura Inés.” width=”359″ height=”500″ /> “Siempre supe que sería artista. Crecí muy sensibilizada, rodeada de gente que pintaba y esculpía”, asegura Inés.

Cuando era niña, a Inés Wiese le encantaba dibujar y acompañaba a sus padres a conciertos filarmónicos. En su familia hay una larga tradición de poetas, músicos y pintoras. Su obra bebe de todo eso. Pasa con total naturalidad por las esculturas, los dibujos y la poesía. “Para mí todo está amarrado: la escritura, la música, las artes visuales”, afirma. “La arquitectura como (im)posibilidad”, trabajo que nació durante la pandemia, lo comprueba. Es una experiencia que mezcla imágenes y texto en una terraza limeña.

Crecer como artista

Inés Wiese realizó su más reciente trabajo artístico, “La arquitectura como (im)posibilidad”, durante la cuarentena por el COVID-19.

Inés Wiese realizó su más reciente trabajo artístico, “La arquitectura como (im)posibilidad”, durante la cuarentena por el COVID-19.

Una de las cosas que hemos aprendido en este último año ha sido a prestarle atención a lo que hay detrás de las personas al momento de conversar. Nos acostumbramos a aquellas que suelen elegir su biblioteca como fondo y también a quienes no pueden evitar que sus hijos se crucen por su espalda. A la hora de hablar, detrás de Inés, hay cuadros.

Su vida y su familia tienen arte por todas partes. Su bisabuela, Amalia Puga, fue una poeta, ensayista y cuentista condecorada con la Orden del Sol. Teresa Brown, su tía abuela, una pintora autodidacta. Y Carmen Rosa de Losada, la hermana de su madre, una artista cuyo trabajo percibe muy cercano al suyo. “Siento que hay un parecido muy fuerte, como en el hecho de que ella constantemente metía la escritura en sus dibujos”, comenta Inés. No fue una sorpresa para nadie que Inés decidiera dedicarse al arte: “Siempre lo supe. Fue uno de esos casos que en el colegio siempre dibujaba bien. Crecí muy sensibilizada, rodeada de gente que pintaba y esculpía”.

La única vez que sintió alguna incertidumbre sobre eso le duró poco tiempo. Muy poco, en realidad: según ella misma, solo tres días. Al acabar el bachillerato internacional en el San Silvestre, le entregaron una carta de recomendación para la Universidad del Pacífico. Camino a la universidad, lo tuvo claro de nuevo. Estaba junto a su madre, así que se detuvo y le dijo: “La verdad, me estoy equivocando horriblemente”. La respuesta de su mamá fue la de alguien que no terminaba de imaginar a su hija contenta estudiando una carrera de Administración: “Qué bueno que te hayas dado cuenta”.

De regreso a casa, abrieron las cartas y en la mayoría de ellas destacaban sus virtudes creativas y otras cualidades que, según ella, no encajaban con una carrera como a la que estaba postulando. “Esos fueron los únicos días de duda de mi vida”, confiesa. “Jamás lo volví a pensar y nunca me arrepentí”. Después de eso , ingresó a la Universidad Católica, donde estudió Escultura y, luego, Pintura. Allí, como dictaba su tradición familiar, continuó rodeándose de arte.

Arte en el encierro

Inés tiene el pelo corto, apenas por encima de los hombros. Cada tanto, mientras conversamos, sus manos juegan con él. Aparecen para acomodárselo detrás de una oreja. Luego, para despejarse un poco la frente. Después, para peinarse hacia un lado. Si uno le presta mucha atención, pareciera que nunca está en reposo. “La arquitectura como (im)posibilidad”, su último trabajo, encontró su origen durante la pandemia. Al hablar de su quehacer artístico y su manera de lidiar con las cuarentenas, apoya su cabeza en una mano.

Pieza de la serie de Inés Wiese: “La arquitectura como (im)posibilidad”,

Pieza de la serie de Inés Wiese: “La arquitectura como (im)posibilidad”,

¿Tu relación con el arte tiene que ver mucho con la praxis?

Sí, tiene que ver también con un impulso que es casi indetenible. Lo que me pasa muchas veces es que tengo esta urgencia por hacer algo.
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Creo que hay personas que funcionan de una manera muy ordenada y tienen pasos a, b y c. A mí me ocurre una cosa muy distinta. La necesidad manual de construir algo con mis manos, de dibujar, es siempre urgente. Entonces, para mí el arte es una urgencia y es una práctica continua, de larga duración. Es como correr una maratón, no te puedes cansar a la mitad. Es una disciplina en la que las cosas que te interesan las tienes que perseguir de una manera obsesiva, sin importarte nada.

¿Cómo canalizaste ese impulso artístico con las semanas más duras de la cuarentena?

Esta circunstancia de pandemia e intentar empezar un proyecto nuevo en la parte fuerte del encierro fue loquísimo. Porque esta restricción de alguna manera me permitió hacer cosas como no las había hecho antes, porque no sentía ningún tipo de presión. Me dije “estoy metida en esta situación, puedo lamentarme en mi casa o sacarle el mayor provecho”.

La imaginación y el arte, en efecto, fueron la salida que muchas personas encontraron para escapar del encierro físico. Las plataformas de streaming, por ejemplo, experimentaron un aumento del 26% en sus ingresos globales. Por su parte, la clásica firma de guitarras Fender tuvo uno de sus años con mayores ventas de su historia. Y no solo eso. Su app para aprender a tocar pasó de tener 150 mil descargas al inicio de la pandemia a superar el medio millón a mediados del año pasado.

La popularidad de los instrumentos musicales tiene que ver con una necesidad artística y expresiva, pero podría también estar relacionada con el hecho de tener algo palpable. ¿Te pasó algo similar a ti, que trabajas con las manos?

Creo que el tacto es un sentido subvaluado hoy en día. Nos dicen constantemente que todo entra por los ojos. Y tal vez esto venga de mi formación como escultora, pero de verdad siento que aprendo a través del tacto. A veces llega un momento en el que estoy trabajando y no puedo más con los guantes y me los quito. Porque es como si tu mano bailara. Tienes que sentir lo que estás haciendo, dominarla, porque todo eso se refleja en el producto final. Sé que ahora hay una tendencia fuerte hacia el arte digital, pero no es la manera en la que he sido sensibilizada. Me encanta el trabajo de taller. Soy feliz ensuciándome las manos.

¿A qué materiales recurriste para mantenerte en la práctica?

Lo que empecé a hacer fue a trabajar vaciados. Hice varias reproducciones de una misma ventana. Usé lo que podía encontrar en tiendas o lo que había en casa. Conseguí gomas escolares y papeles, y los volvía engrudo.
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Le señalo que ese último es un ejercicio parecido a otro que se hizo popular en la cuarentena: amasar pan. “Sí, yo amasé papel”, contesta, riendo.

Contarlo todo

Si Inés no está trabajando mientras escucha música clásica o electrónica –para ella, “las canciones sin letra te ayudan a despertar un sentido compositivo”–, lo más probable es que se encuentre leyendo o viendo cine. En los últimos meses estuvo repasando poemarios de Blanca Varela y Jorge Eduardo Eielson. Y, cada cierto tiempo, se impone ciclos temáticos de películas. El último lo compusieron películas en blanco y negro, como “Ida” y “El caballo de Turín”. Todo lo que ve y experimenta puede terminar en sus obras. Puede componer algo luego de descubrir un lugar. O, mejor aún, luego de redescubrirlo. Porque algo que le maravilla es extrañarse con las cosas cotidianas. Para ella, mirar con detenimiento puede provocar que el más mínimo insumo se convierta en algo vital, determinante.

De esas miradas afectivas nació “La arquitectura como (im)posibilidad ”, donde busca resquicios de fragilidad en el espacio de una casa. Un origen similar tiene la serie que trabajó antes de la pandemia, en la que se presenta a ella misma dentro de una caja metálica que a lo largo de varias fotos ocupa distintas partes de un camión. Todo era una metáfora del peso que sentía sobre sus hombros al moverse por una ciudad que no era amigable con una mujer de su edad. Mary Oliver, poeta estadounidense que murió hace dos años, escribió unas líneas que resumen de buena forma el quehacer artístico de Inés: “Instrucciones para vivir una vida: Prestar atención. Asombrarse. Contarlo”.

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