Talita von Fürstenberg y su prima, Olympia de Grecia, tienen poco tiempo para los “haters” que a veces aparecen en sus cuentas de Instagram. A los 17 y 20 años, respectivamente, están acostumbradas a uno que otro comentario malintencionado y envidioso, los que en cierto modo son justificados, porque ¿hay alguien más afortunado en el planeta que estas dos rubias, delgadísimas, riquísimas, bellísimas y ultraconectadas princesas? Talita es hija de Alexandra y Alexander von Fürstenberg, nieta de Diane von Fürstenberg y el multimillonario Robert Miller. Los padres de Olympia son el príncipe Pablo y Marie Chantal de Grecia, y sus abuelos son el rey Constantino y la reina Ana María. Que ninguna de las dos tenga un verdadero reino ha sido a final de cuentas una bendición, porque han quedado libres para explorar aspectos de la vida totalmente alejados del protocolo y la solemnidad de una corona, como la moda, los night clubs y las largas sesiones de selfies en bikini en la cubierta de algún yate. Sería imposible imaginar, por ejemplo, a Beatriz de Inglaterra o la Infanta Elena posteando fotografías en topless en las Bahamas, pero eso fue justamente lo que hicieron Talita y Olympia en una ocasión, causando una pequeña revolución en los ambientes de la nobleza europea.
Las dos fueron fotografiadas –en Valentino couture– para una edición reciente de “Vanity Fair” junto a una tercera prima, Isabel Getty, hija de Pía Miller y Christopher Getty y nieta de Jean Paul Getty, posando como alguna vez lo hicieron sus madres en la década de los noventa, cuando eran simplemente conocidas como “las fabulosas hermanas Miller”.
Pero sería injusto retratar a estas primas como simples diletantes. Después de todo, Talita va al colegio en California, Isabel estudia en New York University, y Olympia asiste a clases de fotografía en Parsons. Sin embargo, su estilo de vida pareciera a veces estar centrado únicamente en la diversión y la vida social. Culpe a Instagram.
Las primas son el ejemplo más reciente de una clase de princesa por la que sentimos especial debilidad: la princesa alocada, irreverente y algo rebelde. La lista es larga e histórica, de María Antonieta (¡esas pelucas!) a Gloria von Thurn und Taxis (¡esas joyas!), la noble alemana que en la década de los ochenta escandalizó a la aristocracia apareciendo en ceremonias en vestidos couture y peinado punk, con un cigarrillo en la mano que, sospechaban muchos, no era realmente un cigarrillo.
En comparación, Elizabeth, su hija mayor, está mucho más domesticada. Bonita y chic, Elizabeth vive en Londres y se gana la vida, por ponerlo de alguna manera, escribiendo un blog para “Vogue”.
Ahí habla sobre su pasión por los sneakers y el rímel, y cuenta, en primera persona, cómo fue crecer en medio de una de las familias más antiguas y aristocráticas de Europa.
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“Desde muy temprano supe que mi niñez era un poco diferente. Cuando celebré mi décimo cumpleaños, el tópico de conversación entre mis amigos no fue cuántos dulces comeríamos, sino cuántas habitaciones tenían el castillo donde vivíamos (¿de verdad?
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¿500?) y el arte subido de tono que mi madre tenía colgado por todas partes. Pero no me quejo”, escribe. “Entiendo lo afortunada que fui, y el castillo Schloss St. Emmeram fue un lugar increíble para crecer. Jugaba a las escondidas en los parques, había máquinas de “pinball” en el lobby de entrada, mi habitación estaba repleta de juguetes y adoraba la langosta de Jeff Koons en la oficina de mi madre”.
Elizabeth también recuerda que vivió un periodo de rebeldía en su adolescencia, reclamando a sus padres porque “había un guardia a la entrada del palacio”.
Luego habla de las fiestas en el salón rococó y de su suite favorita entre las 500, que tenía una cama dorada con un gigantesco cisne a cada costado. Pero quizás el aspecto más curioso de la princesa no sea su guardarropa o su extravagante historia, sino el hecho de que, como periodista, ha sido frecuente colaboradora en medios católicos como el “Catholic Herald”, en Inglaterra, y la revista de El Vaticano. En 2008 firmó una petición rogando a la iglesia que hiciera más misas en latín, y en 2010 publicó el libro “La fe de los niños: en apoyo a la oración de los pueblos”, que llevó un prefacio de Georg Ratzinger, hermano del entonces Papa Benedicto. ¿No es de locos?
En su momento, Carolina de Mónaco, otra famosa católica, fue considerada una princesa alocada, y su hermana Estefanía, que entre sus muchos novios tuvo a guardaespaldas y domadores de circo y que probó suerte en carreras tan disparatadas como la música o el diseño de trajes de baño, dio una nueva dimensión a la expresión “crazy girl”.
Charlotte Casiraghi, hija de Carolina, no ha llegado a las legendarias alturas de su madre en lo que a locuras se refiere, pero eso no significa que no haya mostrado al menos algunos flashes del díscolo gen Grimaldi. Su pasión por los caballos es solo comparable a la que siente por la moda ‘sustentable’ –Charlotte es una princesa verde–, y su agitada vida sentimental ha dado de comer a cientos de periodistas en tabloides europeos, los que, con la avidez que solo puede mostrar un plebeyo hambriento, cubren cada uno de sus pasos. Su romance con el comediante judío francés Gad Elmaleh, con el que tiene un hijo, Raphael, y actualmente con el director de cine independiente Lamberto Sanfelice, son evidencia de que prefiere los hombres inteligentes, bohemios y ligeramente exóticos por sobre cualquier aburrido aristócrata.
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Por Manuel Santelices
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