Los vestidos de Balkanica, la firma que Tania Jelicic creó en 2009, aparecieron en la secuela de Sex and the City. La marca mezcla arte y moda con raíces peruanas, y cada vez llega a más pasarelas internacionales. En setiembre presentará su siguiente colección en Milán, pero su historia no empieza ni termina en eventos de moda. Es también la de la adolescente que buscaba su lugar entre la timidez y la altura, la joven que descubría tesoros en cajas polvorientas del MALI, la mujer que forjó su mirada en la dirección de arte teatral y la creadora que encontró en artistas como Elena Izcue y Silvia von Hagen parte de las raíces que hoy atraviesan su obra.
Por Gabriel Gargurevich Pazos
Llegué a la casa ubicada en San Isidro y sentí que me encontraba ante un castillo moderno. Pero la fachada no intimida: lo hace el silencio del barrio un domingo por la noche, el tamaño de los muros. Momentos después, descubriría ese jardín que parece contener la calma de un bosque detenido. Apenas toqué el timbre, un rugido grave estalló desde dentro: el ladrido de un perro. Y de pronto, una mujer grande, alta y rubia abre la puerta. Apolo, un gran danés, se le arremolina a los pies, como si su misión fuera recordarme quién manda en esa casa. Ella sonríe y lo sujeta del collar.
–¿Todo bien? –me dice el fotógrafo Diego Alvarado, cuando consigo llegar a la sala–. Me preocupé cuando vi que entró el monstruo.
–En un inicio, sí, fue un poquito tenso –le respondo–. Pero todo bien. Gracias.

Tania tiene ascendencia yugoslava e taliana.
Diego le dice a Tania que está muy linda esta noche y luego nos deja solos.
Adentro hay mucho arte. Cuadros por doquier. Reconozco la firma de Víctor Humareda, un lienzo oscurecido por la neblina de Lima, y más allá una foto en la que aparece su abuelo, Branko, en un cameo de película junto a Marlene Dietrich en Mónaco. Las paredes no son paredes: son espejos que devuelven su linaje, sus obsesiones, su manera de mirar el mundo.
Subimos un par de escalones y entramos a la terraza. En una mesa nos esperan una botella de vino y quesos, iluminados por una lámpara cálida. Es casi como una cita, pienso, pero he venido a entrevistarla y ella me recibe así, generosa, escenográfica.

Quiso ser actriz antes de inclinarse por la creación y el diseño.
–Creo que voy a encerrar a Apolo –dice, mientras el perro se me acerca olfateándome con insistencia–. Si no, va a ladrar todo el rato.
Se lo lleva unos minutos, y al volver me sonríe como quien se quita un peso de encima.
–¿Y cómo así decidiste tener un perro tan grande? –le pregunto.
–Bueno, me encanta todo lo grande. Soy grande.

El color es para ella un motor emocional y creativo, un filtro para interpretar la vida y la moda.
Tania Jelicic es fundadora y directora creativa de Balkanica, la marca peruana que ha conseguido lo que pocas: que sus vestidos aparezcan en And Just Like That, la serie que recoge el legado de Sex and the City. Vestidos suyos han salido en cuatro capítulos. El equipo de producción los descubrió en una feria de moda en Miami y los llevó a Nueva York. Hace unas semanas, uno de ellos brilló en un episodio reciente. Y pronto dará otro paso: en unos días presentará su colección en Milán, capital indiscutida de la moda.
Pero lo que me interesa ahora es ella. La mujer que, en medio de este jardín y de este vino, empieza a contarme su vida.
–Tengo cuatro hijos –dice–. Mateo, de 22. El más pequeño, Filippo, tiene 13. Mi hija, Milena, 28. Y el mayor tiene 31. Los tres primeros son de mi primera relación, con Jacobo Said. El último, con Jesús Pedraglio Belmont.
Me cuenta que su padre murió cuando ella tenía 25 años. Abogado y economista de ascendencia yugoslava e italiana, más inclinado a sentirse italiano porque no le enseñaron la cultura croata. Un hombre que, en el marco de una de sus facetas, se dedicó a traer vacas Holstein de Argentina.
–Mi mamá, en cambio, más europea –dice, con una mueca–. Estudió en el Liceo Francés de Montecarlo antes de venir al Perú. Soy producto de ambos.

Durante diez años se encargó del vestuario y escenografía en Preludio,de Denisse Dibós, en musicales como “Chicago” y “Cabaret”.
Tania habla de su infancia con una mezcla de timidez e ironía.
–Jamás me he sentido la reina que tú dices que era en el Pestalozzi –da la casualidad que yo también estudié en ese colegio, pero Tania estaba en la promoción de mi hermano Pedro, cuatro años mayor que yo–. Me sentía muy incómoda. A los 13 ya era más alta que todas. No podía entrar al grupito de las que hablaban en círculo. Tenía que agacharme. Me sentía sola, un poquito pava.
Después llegó la secundaria y la cosa mejoró para ella: el grupo de amigas se consolidó, conoció a un chico del Markham –del colegio de al lado, separado del Pestalozzi por un muro–, los encuentros en la iglesia María Reina, la fiesta de promoción.
«Era modelo por default, porque era alta. En el colegio también: tenía que ser voleibolista o basquetbolista porque era alta».
–Yo parecía mayor. En las fiestas me sacaban a bailar chicos mayores. Y yo me hacía la mayor. Era un desfase entre lo que eres físicamente y lo que eres en verdad.
–Me casé joven, a los 19. Con Jacobo. Jugué a la casita. Era como volver a ser niña. Me compraba los juguetes que no me habían comprado nunca. Con mis dos primeros hijos volví a jugar, sentí que no había jugado lo suficiente de niña.
Pero después, hacia los 30, empezó a preguntarse: “¿Quién es Tania? ¿Qué quiero yo?”. Modeló un tiempo, estudió Historia del Arte, trabajó en el MALI abriendo cajas de polvo que contenían el universo textil de Elena Izcue. Ese fue un descubrimiento decisivo.

En setiembre presentará por primera vez una colección de Balkanica en el Milan Fashion Week.
–El color siempre ha sido muy importante para mí. Me impacta emocionalmente, me cambia la energía. Cuando vi la obra de Izcue, me conecté con algo muy profundo.
Habla también de Silvania Prints, aquella marca fundada en 1956 por Silvia von Hagen, que transformó motivos precolombinos en textiles vibrantes.
–Mi mamá compraba cosas ahí para llevarlas de regalo a sus amigos en Europa. Me quedó la sensación de que eso era lo que yo quería hacer: algo que conectara lo ancestral con lo contemporáneo.
Tania repasa sus años de experimentación: Toulouse Lautrec, Suiza, el diseño de vitrinas, paisajismo, decoración de interiores, cumpleaños infantiles.
–Entre los 20 y 30 hice demasiadas cosas. Era modelo por default, porque era alta. En el colegio también: tenía que ser voleibolista o basquetbolista porque era alta.
«Prefiero que me llamen directora creativa, porque lo mío es la percepción de lo que pasa en el mundo y cómo se refleja en lo que te vas a poner».
Se ríe. La escucho hablar de ballet, de cómo su madre la animaba desde los 7 años, de cómo solo alcanzó a hacer de la acompañante de la reina, que solo hacía ademanes, “como un árbol”, en El lago de los cisnes. “Nunca más”, le dijo a su madre. También recuerda la vez que le confesó a su padre que quería ser actriz.
–Y él me respondió: “¿Quieres salir en Risas y Salsa?”. Fue supercastrante.
Pero todo eso –lo que la limitó, lo que la empujó– se fue convirtiendo en materia de creación.

A finales de setiembre presentará por primera vez una colección de Balkanica en el Milan Fashion Week.
–Trabajé diez años con Preludio, de Denisse Dibós, encargándome del vestuario y la escenografía de musicales: Cabaret, Chicago, El jardín secreto, Willy Wonka, West Side Story, Don Quijote de la Mancha… Siempre a cargo de la dirección de arte completa. Pero al final tuve que dejarlo para dedicarme a mi marca.
Y entonces aparece Balkanica.
“Balkanica es una marca peruana independiente de moda y estilo de vida, comprometida con fusionar el arte, el diseño y el legado cultural”, dice la presentación oficial. Colores únicos, estampados inspirados en símbolos precolombinos, siluetas libres. Una sensibilidad ecléctica y actual que se nutre de la naturaleza: el océano, el desierto, la Amazonía.
–A veces no me gusta que me digan diseñadora –me confiesa–. Prefiero directora creativa, porque lo mío es la percepción de lo que pasa en el mundo y cómo se refleja en lo que te vas a poner. Más que moda, es un lifestyle.
Me muestra algunos vestidos de la última colección. En ellos aparecen escaleras, símbolos precolombinos, materiales inesperados. Me habla de su disciplina diaria: yoga, baile, terapias de imanes, drenaje linfático, la sauna de vapor todas las mañanas.
–Ese es mi templo. Ahí medito, sudo, me limpio la mente. Ahí aparecen los colores, las ideas, los diseños.
En la casa suena un playlist que ella misma preparó: Me and my shadow. Hace uno para cada colección de Balkanica. Todo tiene un aire ritual, íntimo.
Miro alrededor y pienso en el círculo que se cierra: la adolescente que buscaba su lugar entre la timidez y la altura, la joven que abría cajas polvorientas en el MALI, la mujer de la dirección de arte en el teatro limeño, la madre que reúne a sus exmaridos en la misma mesa navideña. Todo eso está en Balkanica.
Hoy, después de quince años de haber fundado su marca, sus vestidos aparecen en la serie de moda más influyente del mundo. Y en pocas semanas, Milán.
Brindamos. La luz de la lámpara dibuja su silueta alta, sus gestos enfáticos. Su bosque privado guarda silencio.
Es fundadora y directora de Balkanica. Y eso es, al final, lo que siempre quiso: contar historias a través de telas, colores y formas. Historias de ella, del Perú. Historias que también pueden ser del mundo.
Apolo ladra otra vez en la distancia. Sonrío. La entrevista termina. Pero la sensación es que recién comienza.
Fotografía: Álex Pérez y Diego Alvarado
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