Resulta difícil imaginar a este hombre apacible en la piel de un capo del narcotráfico. Se hace más fácil proyectarlo en el papel del misionero jesuita Matteo Ricci, o como el ex embajador de Estados Unidos en China John Leighton Stuart, al lado de los clones cinematográficos de Chiang Kai-Shek y Mao Tse-Tung.

En realidad, sorprende que Guillermo Dañino haya alternado su vida académica con el rodaje de veinticinco películas chinas, entre las que destacan títulos tan variados como “Te regalo un poco de ternura” o “Las batallas decisivas”. Su faceta de actor surgió como lo hacen algunas de las historias más memorables: a partir de un hecho totalmente inesperado. En 1980, un año después de mudarse a Nankín, una compañía de cine llegó a la ciudad con la necesidad de reclutar extranjeros para una película de esgrima. Siempre curioso, Guillermo respondió al llamado, terminó debutando en la pantalla grande como presidente de la asociación mundial de esgrima y, desde entonces, continuó interpretando diversos roles en el cine chino. Entre otros papeles, hizo de espía, general, médico y policía, y llegó a morir dos veces, a manos de franceses y japoneses. “¿Morir en la ficción genera una sensación extraña?”, le pregunto. “No –responde con tranquilidad–. Solo hay que saber caer con cuidado para no golpearse”.
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En el Perú, el sinólogo ha dictado clases en las universidades Católica, San Marcos, de Lima, de Piura y Antonio Ruiz de Montoya.

En la vida de Guillermo Dañino abundan las anécdotas y lecciones, pero, como sucede en el cine, sus 87 años están marcados por unas cuantas escenas y capítulos decisivos. El primero tiene que ver con el compromiso que mantiene intacto desde la adolescencia, como integrante de la Congregación de los Hermanos de La Salle. “Aquí hay un sitio para ti”, le dijeron desde el noviciado de los hermanos, en Arequipa, y Guillermo llegó a la conclusión de que le encantaba ese estilo de vida, vinculado al estudio y la enseñanza. “Viajé por primera vez al extranjero porque me fui a Arequipa”, dice con una sonrisa. Al terminar el noviciado, llegó la primera adversidad: enfermó de tuberculosis. Para curarse, volvió a viajar, esta vez a La Paz; y luego de dos años y medio de tratamiento, su médico le dijo que estaba curado.

Guillermo corrió a compartir la buena noticia con el director de la comunidad. “¿Sabes cuál fue su reacción? Me dijo: ‘A partir de ahora, te levantas a las cuatro y media de la mañana’. Para él, mucho más importante que las personas era cumplir con los horarios”, recuerda Guillermo. “Me senté a llorar; estaba impresionado. Pensé: ‘¡Cómo puede ser que ni siquiera me haya dicho una palabra de alegría!’”.

Tiempo después, otro episodio volvió a poner a prueba su vocación. En aquella época, los hermanos tenían prohibido estudiar “en serio” antes de los veinticinco años, edad en que juraban la profesión perpetua. De manera autodidacta, él había leído mucho, aprendido a tocar el piano y el órgano, así como idiomas: francés, italiano e inglés. Pero ansiaba comenzar una carrera universitaria. Por eso, cuando cumplió veinticinco, fue a hablar con el provincial, quien le pidió aplazar un año su deseo. Mientras, le dijo, debía estudiar latín. Y así lo hizo. Al año siguiente, volvió a hablar con el provincial, quien le contó que acababan de abrir un instituto en Roma y que enviarían al hermano Guillermo Sánchez –quien más tarde abandonó la congregación–. Luego, cuando Guillermo tenía veintiocho años, resolvieron enviar a un hermano español –quien también terminó abandonando la congregación–, y un año después no mandaron a nadie por falta de dinero.

Dañino, de 87 años, aún conserva seis libros inéditos que espera publicar con ayuda del Centro de Estudios Orientales y el InstitutoConfucio de la PUCP.

“Al cumplir treinta, viví el momento más duro de mi vida”, dice Guillermo. “No lo vamos a mandar a estudiar porque usted ya es muy viejo”, le anunció un superior regional que estaba de paso por Arequipa. “Me quedé frío… ¡Era inhumano!
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‘¡¿Me han hecho esperar hasta los treinta para decirme eso?
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!’, pensé… Comencé a estudi
ar chino a los cincuenta… No joroben”.

El veredicto lo tumbó. Pasó un año luchando contra la depresión, en cama, sin atinar a hacer nada. Finalmente, ya repuesto, le anunciaron que lo mandaban a Lima para enseñar en la Escuela de Pedagogía de la PUCP –“los profesores de primaria enseñaban todos los cursos, menos Educación Física y Premilitar”– y, a la vez, para estudiar en la misma universidad, de donde años después egresó como doctor en Lingüística y Literatura.

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