En 1985, Donald Trump compró Mar-a-Lago en cinco millones de dólares, un tercio de lo que había ofrecido solo un par de años antes, y un millón menos de lo que Marjorie Merriweather Post había gastado en la construcción de la que, muchos consideran, la mansión más brillante y grandiosa de Palm Beach. La recepción de Donald e Ivana Trump, su mujer de entonces, en este enclave de los muy ricos, en la costa dorada de Florida, estuvo lejos de ser cálida. La gran mayoría los consideraba vulgares y sin clase, poco refinados y ostentosos. En terrazas y parques frente al Atlántico corrían historias sobre el magnate. Algunos recordaban cómo se había negado a adquirir “Irises”, de Van Gogh, explicando, en público, que no era más que “pintura en una tela”. “¿Qué voy a hacer con ella?”, se había preguntado, “¿cobrar por mostrarla? Cualquier mucama puede arruinarla”.
Marjorie, que murió a los ochenta y siete años, en 1973, tenía grandes sueños para su magnífico hogar de 118 habitaciones instalado entre el océano y el lago Worth. Consciente de que, después de su muerte, nadie en su familia podría costear el mantenimiento de la propiedad, la donó al Estado, imaginando que algún día sería usada como una especie de “Casa Blanca de invierno” para que los presidentes pudieran recibir ahí a nobleza y dignatarios. Pero la mansión nunca fue realmente usada en forma oficial y, en 1980, el gobierno, considerándola una carga, la devolvió a la Fundación Post, creada en honor a Marjorie.
Después de varios intentos infructuosos de venta, la fundación finalmente la vendió a Trump, que prometió restaurarla a su esplendor original. “Mrs. Post tenía un estilo muy único. Era una mujer muy inteligente y agradable. Creo que esa aura debe mantenerse, y vamos a cuidar bien esta mansión”, aseguró el magnate.
Aunque, para bien o para mal, las ilusiones de Marjorie se cumplieron y, hoy, su adorada casa es el hogar de un presidente, los temores de los habitantes de Palm Beach también probaron ser justificados. Trump, prácticamente un desconocido para el “establishment” social de la ciudad, llegó a instalarse con su acostumbrada bravura, trayendo a su mujer, sus tres hijos (Donald Jr., Ivanka y Eric) y un batallón de empleados en una caravana de autos negros con chofer, después de estacionar su propio avión, el Trump 747, en el aeropuerto local.
A pesar de los esfuerzos de la familia por integrarse a la exclusiva comunidad del lugar, no fueron aceptados en un sitio notorio por su espíritu discriminatorio y de puertas cerradas. En su libro Palm Beach Babylon, publicado en 1992, los autores Murray Weiss y Bill Hoffmann citan a una exempleada que se queja de la pareja: “Mrs. Post debe estar dándose vueltas en su tumba. Donald se afeitaba con hojas de afeitar desechables que usaba una y otra vez, usaba toallas de hotel en su baño, y comía pollo frito sobre un hermoso cubrecamas mientras miraba televisión. Ivana era dura, muy exigente. Si venía gente a comer y ella sospechaba que tenían sida, hacia limpiar los platos y cubiertos con cloro”.
Los Kennedy
Si bien las cosas han cambiado en las dos últimas décadas, Palm Beach continúa siendo, en muchos sentidos, un universo cerrado. Es parte de su ADN. Los dos clubes más importantes de la ciudad, el Everglades Club y el Bath and Tennis Club, prohibieron durante largo tiempo la presencia de judíos, afroamericanos y otras minorías en sus propiedades, aunque fueran invitados por los socios.
Algunos residentes solían bromear diciendo que debían haber puesto advertencias a la entrada de Palm Beach, que señalen que este era un sitio solo para “White Anglo-Saxon Protestant” (WASP). El Everglades, construido en 1918 por Paris Singer, heredera de la fortuna de las máquinas de coser Singer, es el club más antiguo y tiene la reputación de ser tan exclusivo como discriminatorio. En 1979, una de sus socias, C. Z. Guest, por entonces una de las mujeres más elegantes y admiradas de Estados Unidos, célebre por las rosas en los jardines de su casa en Connecticut, una de las “cisnes” de Truman Capote, y una mujer de impecable pedigrí social, llevó a su buena amiga Estée Lauder a comer al club. Días después, recibió una carta en la que se le anunciaba que, como castigo por haber hecho ingresar a una mujer judía –aunque se tratara de la emperatriz de la industria de la belleza–, su membresía sería suspendida durante unos meses.
En una ocasión, durante la muy popular hora del “lunch”, Sammy Davis Jr. fue “escoltado” fuera del club sin otra razón que el color de su piel. Ni su fama ni su fortuna fueron escudos suficientes para protegerlo de Palm Beach. Lejos de avergonzarse de su racismo y antisemitismo, ha habido miembros que defienden las normas del club. “¿Qué tienen de malo estas reglas?”, preguntó en una ocasión en un artículo en el “Palm Beach Post” el ex embajador de Estados Unidos en Pakistán Benjamin Oehler Jr. “Si no fuera un club privado, cualquiera podría entrar”.
John F. Kennedy visitó Palm Beach dos días después de ser elegido presidente de Estados Unidos, en noviembre de 1960. Llegó junto a su mujer, Jackie, y el resto de su familia, encontrando en el camino de su caravana pancartas que decían “Bienvenido a casa, señor presidente”.
Los Kennedy tenían reputación de seductores en Palm Beach. Joe había usado su casa como cuartel general durante su affaire con Gloria Swanson, y había conquistado ahí a un gran número de mujeres jóvenes de todo el mundo que llegaban a la ciudad a trabajar con la idea de conocer, y quizás atrapar, a algún millonario. Mientras su padre mantuvo siempre, al menos, una fachada de discreción, John, o Jack, como era conocido, no tenía problemas en mantener relaciones sexuales desnudo al borde de la piscina y, en ocasiones, hasta en la playa. Entre los residentes era apodado ‘colchón Jack’, y, al igual que sus hermanos Bobby y Ted, tenía reputación de ser sexualmente insaciable.
En 1933, su padre, Joe Kennedy, había adquirido una mansión de veinte habitaciones en North Ocean Boulevard, ‘La Guarida’, y desde entonces el clan era parte importante de la vida social de la ciudad. Como hacía siempre en sus visitas, Kennedy se cambió rápidamente de ropa, se puso un traje de baño, desapareció por un túnel subterráneo que lo llevó directamente a la playa y allí, durante un largo rato, nadó entre las olas.
Por Manuel Santelices