A los cincuenta años, la pin-up más famosa de su generación inicia una nueva vida en Saint-Tropez dedicada al activismo humanitario, la defensa de los animales y, desafiando todos los estereotipos, al feminismo.
Por Manuel Santelices
«Sabía que iba a vivir en la Riviera francesa antes de cumplir los cincuenta, y aquí estoy”, señaló hace unas semanas en la revista W Pamela Anderson que, sí, ya cumplió los cincuenta y, sí, vive por el momento en una fabulosa villa en Saint-Tropez. Oh là là!, es la nueva vida del mayor símbolo sexual de los noventa, que ahora, semirretirada –por ponerlo de alguna manera–, disfruta del sol y dedica su tiempo a pasiones que poco y nada tienen que ver con esas bronceadas y voluptuosas curvas, y esa melena rubia que la convirtieron en un ídolo hace dos décadas.
Pamela, o, mejor aún, mademoiselle Anderson, se declara no solo defensora de los animales, sino también una activista humanitaria y feminista. “No quiero que ningún hombre o mujer me diga cómo ser una mujer”, dice en la revista. “No estoy preocupada solo del feminismo, sino de la historia de los derechos femeninos”.
La entrevista fue realizada in promptu, como tantas cosas en la vida de Pam, coincidiendo con una sesión de fotos con Luke Gilford, el fotógrafo y director que ha adoptado a la otrora pin-up como su principal musa. No solo sus palabras suenan distintas de ese permanente burbujeo que fueron sus declaraciones en Playboy y otras revistas para hombres en la cúspide de su fama; su look también es diferente. Sigue platinada, obviamente, y su fenomenal escote permanece erguido como un monumento a la cirugía plástica, pero su rostro ha adquirido una madurez que, si nos pregunta a nosotros, le hace parecer aún más hermosa que antes.
Aunque al observarse sus fotos sería imposible adivinarlo, la vida de Pam no ha sido fácil.
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Criada en una familia modesta en Canadá, abusada durante largo tiempo y en múltiples ocasiones desde su niñez, desafiando acosos y estereotipos en Hollywood, y siendo luego elevada a alturas antes reservadas solo para estrellas, como Marilyn Monroe y Raquel Welch, la suya ha sido una carrera de obstáculos que nadie pensó que podía ganar. Y, sin embargo, ahí está, a una edad en que tantas otras han sido descartadas como leche agria, montada sobre una nueva ola de energía y entusiasmo.
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“A veces uno sonríe no porque esté feliz, sino porque es fuerte”, dijo en una oportunidad tratando de explicar la diferencia que a veces ha habido entre el brillo de su superficie y la oscuridad de su fondo. Sus relaciones sentimentales –Rick Salomon, David Spade, Eddie Irvine, Stephen Dorff, Marcus Schenkenberg, Kelly Slater, y sus exmaridos Tommy Lee y Kid Rock, entre otros– terminaron a menudo mal, aunque la que mantuvo con Tommy Lee le trajo una de las mayores alegrías de su vida: sus dos hijos, Dylan Jagger y Brandon Thomas Lee. Los dos tienen personalidades muy distintas, según su madre, pero ambos se han convertido en modelos ocasionales durante las colecciones masculinas europeas. “Son chicos muy inteligentes, van a excelentes universidades, y los dos son ambiciosos”, los describe Pam.
¿Cómo pasa sus tardes en la Riviera la estrella?
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Escribiendo, por supuesto. Su nuevo libro –el cuarto, después de sus novelas Star y Star Struck, y su autobiografía Raw– es uno de autoayuda que lleva el sugerente título de La revolución sensual. Y no, no se trata de lo que usted está pensando, sino de “aprender a volver a sentir” en la era de Facebook e Instagram, cuando la vida parece depender de la cantidad de seguidores y likes que uno tenga.
Pamela aprendió sus lecciones de la manera más dura, cuando un contrato para una película especificaba cuántos seguidores debía tener. “No quise meterme en eso”, dice. Por lo mismo, rechazó el contrato y cerró sus cuentas de redes sociales durante un año. Su actual cuenta de Instagram está dedicada a su fundación, aunque totalmente salpicada de preciosas imágenes de ella y de sus hijos modelos, y ahí su lema es, simplemente, “amour pour toujours”, “amor por siempre”