Grupos conservadores religiosos –especialmente líderes evangélicos– tienen ahora una puerta abierta a la Casa Blanca, ejerciendo su influencia en los temas más variados y erosionando poco a poco los derechos de sus tradicionales víctimas: las mujeres y la comunidad LGTBI.
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Por Manuel Santelices
Donald Trump nunca fue un hombre particularmente religioso. Su familia se unió en los años setenta a la Iglesia Reformista, pero entonces Donald estaba más interesado en sus negocios y conquistas que en un sendero espiritual. Después de eso vinieron tres matrimonios, numerosos escándalos, y hasta un video clandestino donde, montado en un bus de “Access Hollywood” rumbo al set de una teleserie, el millonario hacía alarde de lo que muchos consideran asaltos sexuales.
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Sin embargo, nada de eso fue impedimento para que en enero de 2016, al comienzo de su campaña presidencial, Trump se reuniera con cientos de líderes evangélicos y proclamara momentos después su “conversión religiosa”, una buena nueva no solo para él –suponemos–, sino, más aún, para los conservadores religiosos del país que, pasando por alto cualquier sospecha de oportunismo del entonces candidato, lo adoptaron como uno más con los brazos abiertos. La poderosa derecha religiosa del país había encontrado finalmente un nuevo hijo pródigo.
Poco después de esa reunión, James Dobson, fundador del grupo ultraconservador Focus on the Family, anunció triunfante que Trump “ha aceptado su relación con Cristo”.
Tony Perkins, el controvertido presidente del Family Research Council, aseguró hace un tiempo en “The New York Times” que había visitado la mansión presidencial “en muchas más oportunidades durante los últimos seis meses que durante toda la administración de George W. Bush”. Perkins, cuya organización considera la homosexualidad como “algo dañino para las personas que la practican y la sociedad en general”, y el aborto como “una fuerza destructiva para la vida de las mujeres”, tiene así un sitio privilegiado en el oído del presidente. Lo mismo sucede, obviamente, con el vicepresidente Mike Pence –un católico ortodoxo que se niega a beber o reunirse en almuerzos o cenas de trabajo con mujeres si su esposa no está presente–, y con el lobby evangélico, que, según ha dicho, mantiene discusiones periódicas con la administración Trump sobre asuntos tan diversos como la política exterior o el cambio climático.
UN PRESIDENTE ULTRACONSERVADOR
Los efectos de esta influencia –y sus víctimas– son evidentes para cualquiera que preste atención. En julio pasado, en un solo día, Trump dio tres golpes a la comunidad LGBTI, la misma que prometió proteger durante su campaña: involucró al Departamento de Justicia en una disputa laboral privada sobre discriminación de gays en sitios de trabajo; prohibió la presencia de personas transgénero en el ejército llamándolos “una carga” para las fuerzas armadas; y nombró al gobernador de Kansas, Sam Brownback, un conservador que lidera el movimiento de discriminación a la comunidad homosexual, como “embajador de las libertades religiosas”. Poco a poco, derechos que habían sido obtenidos durante una lucha de años han comenzado a erosionarse.
Pero el camino que ha tomado la Casa Blanca es, por supuesto, peligroso. Como queda claro observando la actual situación mundial, la danza de religión y política resulta nefasta para los ideales occidentales de democracia, igualdad y justicia, inyectando dogmas que, en situaciones extremas, llevan no solo a rampante discriminación, sino también a cruzadas religiosas, terrorismo, genocidios y la imposición de leyes basadas en libros sagrados.
DESCONFIANZA GENERAL
“The New York Times” informó este mes que numerosos funcionarios del Departamento de Justicia han renunciado, incómodos con giros legislativos recientes que afectan los derechos de personas transgénero o el acceso a salud reproductiva para las mujeres.
La batalla contra Planned Parenthood, la organización más importante e influyente sobre salud reproductiva en Estados Unidos, se ha convertido en una bandera de lucha para Trump y la derecha religiosa, con el presidente firmando decretos que prohíben financiamiento estatal de Estados Unidos a cualquier organización de salud internacional que realice abortos –aunque el aborto sea legal en el país en cuestión–, o que siquiera discuta la posibilidad de un aborto o haga lobby por la aprobación de una ley a favor del tema. El nuevo conservadurismo evangélico de la Casa Blanca tiene también expresiones más sutiles, más discretas y siniestras, como la repentina ausencia de la frase “juventud LGBTI” en la declaración del gobierno estadounidense respecto a la crisis de tráfico sexual, o la absoluta ausencia de mujeres en la discusión sobre el sistema de salud.
A pesar de su abierta disposición, muchos conservadores religiosos todavía desconfían de Trump. Líderes musulmanes han expresado sus obvias reservas hacia las políticas migratorias de la administración y el anuncio del presidente respecto a que los refugiados “cristianos” tendrían prioridad en caso de asilo.
Un consejo de asesores que sigue fielmente a su lado, sin embargo, es el evangélico. Solo uno de sus integrantes, el reverendo A.R.Bernard, líder de un centro cultural de Brooklyn, renunció luego del episodio de Charlottesville alegando que había “un creciente conflicto de valores entre la administración y yo”. Fue el único en trizar un muro de protección que, por ahora, parece indestructible y ventajoso para ambas partes.
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