América Latina reaparece en el centro del tablero geopolítico estadounidense, impulsada por una estrategia de seguridad que busca contener a China, aislar regímenes autoritarios y reforzar el control frente al crimen transnacional.

Por: Rollin Thorne Davenport*

La nueva estrategia de seguridad nacional presentada recientemente por la administración del presidente Donald Trump representa un esfuerzo claro por redefinir el rol de Estados Unidos a nivel global y recuperar un liderazgo que, según la Casa Blanca, se había diluido en los últimos años. Este enfoque ha sido descrito por algunos analistas como el Trump Corollary a la doctrina Monroe: una actualización del principio de que el hemisferio occidental debe mantenerse libre de injerencias autoritarias externas, pero adaptado a amenazas modernas como la penetración china, la desinformación digital y las redes criminales transnacionales. Más que un simple documento de política exterior, esta estrategia es una afirmación contundente de prioridades, valores e intereses que buscan devolverle al país una posición de hegemonía frente a un entorno internacional crecientemente competitivo.

La estrategia de Trump apunta a evitar que los vacíos geopolíticos se conviertan en poder externo.

Uno de los elementos centrales del plan es la renovada atención a Occidente. Para la administración Trump, por ejemplo, América Latina ya no puede ser vista como un espacio periférico, sino como un eje clave para la estabilidad y la seguridad nacional de Estados Unidos. Desde esta óptica, reforzar la influencia estadounidense en la región no es un gesto de imposición, sino una necesidad geopolítica crucial, ya que el vacío dejado permitiría la expansión de actores externos –principalmente China y Rusia–, cuyos intereses no siempre se alinean con valores de estabilidad democrática y liberalismo económico.

En este marco, la situación de Venezuela, específicamente, adquiere especial relevancia. La estrategia reconoce explícitamente al régimen de Nicolás Maduro como una fuente de inestabilidad regional que ha alimentado redes criminales de narcotráfico, flujos migratorios masivos y alianzas con potencias antidemocráticas. Abordar el caso venezolano desde una perspectiva de seguridad, más que únicamente humanitaria o económica, constituye una señal clara de que Washington pretende asumir un rol más activo en restablecer el orden regional. Para muchos gobiernos latinoamericanos, la presión estadounidense podría convertirse en una oportunidad para impulsar una transición política que ha sido esquiva durante años.

La apuesta de Trump también busca fortalecer la cooperación en áreas como el combate al narcotráfico a través de la DEA, la trata de personas y el crimen organizado. Lejos de ser un enfoque unilateral, la Casa Blanca sostiene que una mayor presencia estadounidense en estos frentes beneficiará directamente a los países latinoamericanos más afectados por estas dinámicas ilícitas. El mensaje es que la seguridad regional es interdependiente: si el hemisferio es más estable, Estados Unidos también lo será.

“América Latina ya no puede ser vista como un espacio periférico, sino como un eje clave para la seguridad nacional de EE. UU.”.

Por supuesto, este reposicionamiento implica una mayor firmeza en la relación con gobiernos que tradicionalmente han adoptado políticas divergentes respecto a las de Washington. No obstante, para la administración Trump, esa claridad es parte del atractivo de la estrategia: establece expectativas claras sobre cooperación bilateral, compromiso democrático y lucha contra el crimen transnacional. La ambigüedad, argumenta la Casa Blanca, solo ha generado espacios para la expansión de economías ilícitas y la consolidación de regímenes autoritarios.

En última instancia, el rediseño propuesto por Trump puede entenderse como un esfuerzo por actualizar la arquitectura de seguridad del hemisferio para los desafíos del siglo XXI. Para América Latina, esto abre una ventana de oportunidad: capitalizar el renovado interés de Washington para atraer mayor inversión privada, fortalecer capacidades de gestión pública y avanzar hacia una integración hemisférica que se sostenga en valores esenciales como la libertad, la democracia y el respeto a la institucionalidad.

(*) Asesor de asuntos públicos y columnista de COSAS.

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