Días de luz y sombra, como en todas las familias. Julio Ribeyro Cordero, 49 años, cineasta e hijo del escritor Julio Ramón Ribeyro, evoca en esta nota su experiencia de haber sido hijo de un padre cálido, pero absorto en sus ensueños literarios. Un padre que hoy es una leyenda.
Por Fernando Ampuero
Cuando Julio Ribeyro tenía 3 años solía jugar en un parque de París, ciudad donde residía con sus padres, el escritor Julio Ramón Ribeyro y la marchand de arte Alida Cordero. Una mañana de otoño, fresca y soleada, Alida tenía trabajo en casa y, por tal razón, el niño partió hacia el parque de la mano de su padre.
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Tan pronto llegaron, este se largó a corretear por los jardines, y Julio Ramón, como de costumbre, buscó una banca cercana, a fin de vigilarlo. Desde ahí, mientras leía “Le Monde” y otros diarios de actualidad, le echaba vistazos a su hijo o le pedía que no se alejara.
Una hora después, al regresar Julio Ramón a casa, Alida lo miró alarmada y le preguntó: “¿Y Julito? ¿Dónde está?”. Al escritor se le heló la sangre, pero enseguida dio media vuelta y echó a correr en pos del hijo olvidado.
¿Te acuerdas de ese incidente?
No, no – sonríe Julio –. Yo estaba jugando, no me di cuenta. Solo me enteré de aquel descuido de mi padre años más tarde.
La anécdota, ni que decir tiene, no pretende ilustrar lo bueno o mal padre que pudo haber sido Julio Ramón. Pero a lo mejor, de alguna manera, da cuenta de la naturaleza absorta del hombre que fue: un individuo observador del mundo que pasaba delante de sus narices –podía sentarse horas en la terraza de un café de Saint Germain viendo pasar a la gente– y, a la vez, alguien reconcentrado, o peor aún, incurablemente distraído.
¿Qué noticia habría estado leyendo Julio Ramón para olvidar a Julito?
(Por entonces, en la vida familiar y amical, se le llamaba Julito a Julio Ribeyro, para diferenciarlo de su padre; y este trato todavía se mantiene). Eso no se sabrá nunca. Pero lo que sí queda claro es que Julio Ramón era un padre afectuoso, que pasaba mucho tiempo en casa, sobre todo después de 1973, año en que el escritor se reponía de las terribles cirugías que le impuso un cáncer, y que, en lo sucesivo, mermó mucho sus energías, aunque lo convertiría en el peruano más delgado y elegante de París.
Julito Ribeyro creció viendo a su padre en la sala de su casa, leyendo y escuchando música clásica. Rara vez lo veía escribir. Julito deduce que debía de hacerlo de noche, mientras todos dormían. Pero recuerda hasta hoy la presencia paterna, tan constante, como un grato recuerdo.
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Y recuerda también, eso sí, que hubo días oscuros, odiosos. Meses en los que su padre estaba en el hospital y su madre andaba muy ajetreada, y, llegado el mediodía, nadie lo recogía. Julito tenía 6 años. Y en vez de almorzar en su casa, lo hacía en el quiosco del colegio, en compañía de alumnos mayores que ni lo miraban, pues allí no comían alumnos de su edad.
¿Y por qué esto te resultaba tan odioso?
Por la coliflor. El plato de coliflor hervida que servían en el quiosco. Eso me parecía la peor pesadilla. Si hoy me invitan un plato de coliflor en una cena, me pongo pálido y me siento pésimo.
La adolescencia de Julito fue menos tensa. Julio Ramón, padre permisivo, no sofrenó los ímpetus de su hijo. Cuando este quiso practicar artes marciales, lo inscribió de inmediato en una academia de judo, donde llegó a cinturón negro. El padre, frágil, enjuto, sonreía ante sus progresos y, no sin cierto orgullo, comentaba con los amigos sobre su destreza y fortaleza.
Lea la entrevista completa en COSAS 594.
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