El mercado ilegal de tierras en el Perú se ha convertido en un problema de dimensiones insondables. Mafias organizadas, funcionarios corruptos y leyes difusas colaboran con una realidad que golpea a todos los peruanos y que pretende convertirnos en una ciudad ilegal. Julio Calderón Cockburn, sociólogo y experto en la realidad urbana del país, intenta dar luces sobre un tema que pareciera ser de nunca acabar.
Por Edmir Espinoza / Retrato de Camila Rodrigo
En un país en que el 40% de los delitos está relacionado con el tráfico de tierras, resulta urgente determinar las alternativas urbanísticas que pretenden atacar el complejo problema del acceso ilegal al suelo. Si a mediados del siglo pasado la irrupción de pueblos jóvenes en la capital cambió la configuración geográfica y demográfica de Lima, hoy es el mercado ilegal de compra y venta de tierras el que genera un contexto de emergencia. Mafias, sicariato, violentos desalojos y millonarias pérdidas económicas para la ciudad son solo algunas de las consecuencias de esta suerte de sistema al margen de la ley. Sobre ello conversamos con Julio Calderón Cockburn, sociólogo, uno de los principales expertos de la realidad social urbana peruana y autor de “La ciudad ilegal: Lima en el siglo XX” (2005), un ensayo que explora el surgimiento de los denominados asentamientos humanos y su crecimiento en el Perú.
–En su libro “La ciudad ilegal”, usted plantea las diferencias entre las invasiones y el mercado ilegal de tierras. ¿Cómo se distinguen una de otra?
–Las invasiones como tales comienzan en San Cosme en 1946, cuando empieza una oleada de migración, y continúan en Comas, Villa El Salvador… Pero claramente esta no es la modalidad más popular para acceder al suelo, cosa que sí ocurre en el mercado ilegal de tierras, es decir, personas que empiezan a vender lotes. Esto comienza con la aplicación de la ley de reforma agraria de 1969, que pone un límite de dimensión de tierras a las áreas que se encuentran en la zona de expansión urbana. Así, los grandes hacendados crearon cooperativas y asociaciones de vivienda. Se buscaban un enganchador que consiguiera socios o compradores, y luego simulaban una invasión. Ocupaban el terreno como si fuera una barriada, solo que esta no era invadida, sino comprada ilegalmente. Entonces la asociación desaparecía y el propietario decía: “Yo no sabía nada”. Así se quedaban en el terreno y se formaba lo que luego Cofopri denominaría “urbanización popular”.
–¿Por qué esta modalidad de venta y compra ilegal de tierras se ha popularizado tanto en el Perú?
–No solo hablamos del Perú. Esta modalidad de mercado ilegal de tierras es muy común en toda América Latina, y tiene éxito básicamente porque se paga por el suelo mucho menos que en el mercado formal, pero a cambio no tienes título de propiedad asegurado, no tienes habilitación de servicios, no tienes vías, no tienes nada.
–¿Hasta qué punto y de qué forma este mercado ilegal de tierras perjudica a la ciudad?
–Sobre todo porque la ciudad se expande sin planificación, sin haber previsto servicios ni habilitación. Entonces, lo que tenemos es un área central bien servida y una periferia que se expande desordenadamente y que genera un costo inmenso para el Estado, que tiene que costear el servicio de agua, titular, habilitar espacios públicos, vías y demás.
–¿Qué rol juegan las leyes de acceso a tierra en el Perú en lo que se refiere al tráfico ilegal de tierras?
–Juegan un rol determinante. Las leyes son clave para entender este tráfico de tierras, y hay dos específicas que colaboran con este sistema. Por un lado, la Ley General de las Comunidades Campesinas, promulgada en 1997, y por el otro, la Ley 28687, de desarrollo y formalización de la propiedad informal, acceso al suelo y dotación de servicios básicos. La primera autoriza que las comunidades puedan cambiar de tenencia, es decir, que puedan ser propietarios. Por ello vemos que Asia se ha urbanizado, siendo tierra de comunidades campesinas costeras. La segunda ley crea una nueva figura jurídica, que dice que es suficiente tener una constancia de posesión para solicitar la habilitación de servicios, y ya no el título de propiedad, lo cual genera grandes problemas. El mayor de ellos es que los municipios tengan la posibilidad de otorgar, de forma clientelar, certificados de posesión municipal. Además, las mafias utilizan este mecanismo, originalmente creado para que la población pobre tenga servicios, para validar la ocupación sobre un terreno, vender más terreno, e incluso para despojar de los terrenos a los primeros que compraron, porque hay dobles y triples ventas.
–¿Qué alternativas urbanísticas y desde el enfoque de ciudad existen para combatir el tráfico de tierras en la capital?
–Hay muchas fórmulas, pero el principio básico es que la informalidad se combate con la formalidad. En vez de que los traficantes vendan los terrenos y la gente invada, lo que tienen que hacer el Estado y las sociedades público-privadas es adelantarse a esta informalidad y adoptar políticas preventivas. Está demostrado –y la experiencia en Chile es muy ilustrativa– que el desarrollo de vivienda social hace que las invasiones se reduzcan al mínimo. En el caso peruano, he venido proponiendo hace más de veinte años varias opciones, una de ellas es generar una asociación público-privada o empresa conjunta entre el Estado y las comunidades campesinas de la costa. Así, en lugar de que la gente invada o los comuneros vendan, el Estado podría hacer un convenio y decir a los comuneros: “Tú pones tu tierra a disposición, yo pongo la infraestructura, y lo dividimos entre dos”. Así, por un lado los comuneros urbanizan y venden, y por el otro se puede generar una importante infraestructura para vivienda social. Otro mecanismo es acordar con un propietario privado, de manera que el Estado ponga la infraestructura y el privado otorgue un porcentaje para vivienda social.
–¿De qué forma un cambio en la política pública de agua y saneamiento puede cambiar esta coyuntura delictiva?
–Partamos del hecho de que el problema en Lima no es que no haya suelo, sino que no hay suelo urbanizado, con agua, desagüe y equipamiento. Y claramente es el Estado el que debería urbanizar el suelo, aunque antes necesita cambiar sus políticas de agua y saneamiento, porque la política actual es cerrar la brecha, lo cual está muy bien. El problema es que bajo esta premisa no se generan nuevas áreas urbanizadas. ¿Cómo puedes orientar el crecimiento de la ciudad si solo te dedicas a cerrar la brecha? Necesitamos que el Estado amplíe su política: destinar una parte de los recursos para cerrar la brecha, y otra a habilitar nuevas tierras.
–A pesar de la percepción generalizada de un vertiginoso crecimiento vertical en la ciudad, Lima todavía está muy lejos de ser una urbe densa. En este sentido, ¿debe promover su propia densificación o, en cambio, apostar por una expansión urbana controlada y planificada?
–Creo que deberíamos hacer un mix. Si comenzamos a convertirnos en una ciudad compacta, vamos a dejar las áreas de expansión en manos del tráfico de tierras, porque está demostrado que poner límites de expansión no funciona en un país como el Perú. Nadie te hace caso. Por eso, se debe pensar en la expansión de la ciudad como una solución a la demanda de vivienda pobre, que debe ser gestionada con empresas público-privadas y con el Estado habilitando las tierras. En el caso de la densificación y el crecimiento vertical, se requiere de una renovación urbana en ciertas áreas, mediante una política que busque generar vivienda social y al mismo tiempo rehabilite ciertas zonas urbanas de la ciudad. Evidentemente, es más costoso crecer en vertical que en horizontal, por lo que deberíamos llegar a un punto medio.
Artículo publicado en la revista CASAS #255