Sobre su polaca caía una lágrima. El general Augusto Vinatea estaba emocionado. Polo Campos le tarareaba “Contigo Perú”. Recién salidita del horno la composición, escrita como un repente, puño y letra apurados sobre el reverso de una factura, nacía el himno del Perú en un café al ladito nomás de Palacio.
Por Josefina Barrón/Fotos cortesía de Marco Polo Campos
Todo peruano vibra cuando escucha sus primeros acordes; al sonar la gruesa voz del Zambo, no hay quien se mantenga en sus trece. ¡Cómo yo no logro lo que Polillo!, suspira Chabuca, y otra vez arremete, ¡cómo mis canciones no se silban como sí las de él…! ¡Cómo no se saben mis letras tanto como las de mi querido Polillo…! Chabuca era amiguísima de Polo Campos. Él le llevaba chifa todos los miércoles. Conversaban largo. Fueron tan distintos como iguales.
Cada quien a lo suyo. El gobierno militar le había pedido a Polo Campos que crease en quince días una canción que pudiese animar al equipo peruano que jugaría en las eliminatorias rumbo al Mundial de Argentina 78, nada menos que en Santiago y contra los chilenos. Qué atmósfera hostil sería esa. Habría que subirles la moral.
Debió ser mágica la entrada a los camarines de los futbolistas mientras se cambiaban, de Óscar Avilés detrás de su mostacho, guitarra en mano, dedos voladores; la del Zambo Cavero todito en persona con sus sabe Dios cuántos kilos de música y magia negra sobre el cajón; y, por supuesto, la de Polo Campos, el autor y hermano, el uno del trío fantástico.
Allí se renovó nuestra identidad, una vez más, porque cada cuánto lo hace. Empatamos pero ganamos. Ganamos un himno que nos recogiera cuando se nos extraviara el piso, cuando nos sintiéramos ansiosos de pertenencia, cuando el olvido, la anomia, el desamor se empezaran a apoderar del sentimiento patrio, como el polvo sobre los recuerdos.
Compuso, compuso como loco:
¿Qué será y no cultura? ¿Existe acaso la Literatura con mayúscula, y la popular? ¿No será que es poesía aquella que nos rompe el corazón como una daga de luz? ¿Será que esos versos sencillos que Polo escribió sobre un pedazo de papel o en el aire o en el trajín o al oído de una mujer, en impulsos y sin mayores artificios literarios, reflejan en su honesta factura la dimensión humana? ¿No será que es una la cultura que nos expresa y reafirma, la que nos refleja y agrupa? Claro que sí.
Pero regresemos a Polo Campos y a ese Perú al que amó en su vida y obra, regresemos al policía que siempre fue compositor, que escribía sin saber de música (en teoría); regresemos al fabricante de ritmo y sazón, a quien sabía de cuándo entrarle con todo al verso y cuándo detenerse y meterle un quiebre a la canción. ¿Intuición? Talento es seguir la intuición.
Porque Dios regala y uno recibe si es consciente, si es estimulado, si se compromete a rendirse a su genio. Si acepta no poder con él. Claro que aprendió de algunos grandes, como Pinglo, como Luis Abelardo Núñez y Mario Cavagnaro. Polo quería ser amado. Y lo fue. Parece que muy pronto en su vida descubrió que la palabra y su música eran sortilegios para lograrlo; apenas cumplió los cinco años ya en casa se ganaba la simpatía, la admiración (y las propinas) si componía. Compuso. Compuso como loco. Desarrolló la audacia, la chispa, la rapidez, la seducción, la picardía, el humor.
Fue libre. Aprendió a volar lápiz en mano, también en las calles del Rímac, su barrio, detrás de la pelota, porque vaya que mamó fútbol; voló al extender la mano para recibir la monedita que su padre, militar, le tenía en retribución por cada composición, y voló en el regazo de su madre, quien tocaba la guitarra para él; una madre que apoyó con su guitarreo a artistas criollos emergentes. A ella le dedica su vals más emblemático: “Cuando llora mi guitarra”. “Tú que recibes en tu madero mi llanto…”, escribe Polo Campos. Cómo erizan la piel Los Morochucos cuando lo interpretan. Con qué suavidad fluye la tristeza.
Letras y amores:
Mucha música debió escuchar Augusto en su niñez y juventud. Apenas cumplidos los veintiún años tuvo ya su primer gran éxito en la radio: “La Jarana de Colón”. Le sirvió el descubridor de América para descubrir su espacio en el mundo criollo. La industria discográfica nacional florecía; su nombre comenzó a sonar, igual que los versos que escribía sin tregua: “Y Cristóbal se coló en la jarana, y al compás de su guitarra y castañuelas, se templó de una limeña, bien de Triana, y para quedarse en Lima quemó sus tres carabelas”.
No es Vargas Llosa ni James Joyce. Pero sí Joaquín Sabina, sí Bob Dylan, el Nobel de Literatura que no es Vargas Llosa ni Joyce. Dylan viene a confirmar que hay una literatura que se habla, que se canta, que está hecha de sonidos, que consume la mayoría de las personas. En el caso de Polo Campos, es mucho más fuerte, pues expresa la identidad nacional. Como bien ha escrito el periodista Agustín Pérez Aldave, quien ha ocupado muy buenas reflexiones sobre Polo Campos: “Un país también puede ser forjado gracias a las canciones –como las de don Augusto– y ser más que un pedazo de tierra”.
Algo suena en esa polka chola, en ese vals que se adueñó de una tierra difícil, mestiza, multicolor; es el nuevo mundo el que se canta sincerado; uno que se amalgama, que no sabe de clasificaciones, aunque algunos pocos puristas crean que existe alguna cosa hoy como casarse virgen. O que de cuerpo humano emane sangre azul.
Vamos. No hablamos de un improvisado. Polo Campos supo a quién darle cada una de sus composiciones, en qué voz, en qué guitarra depositaría su confianza y duende. En ellas brillaron el Zambo Cavero, Lucha Reyes, Óscar Avilés, Cecilia Bracamonte, Los Morochucos, Edith Barr, el gran Pepe Torres… “Agarra tu guitarra, Pepe, que he compuesto una, apúrate, apúrate que quiero ver cómo suena…”, y agarraban viada.
Cada canción tiene su historia. Alguna mujer de las que no faltaron en su vida lo zozobra y él compone. Compone enfadado, compone caminando, compone embelesado, como triste, compone enamorado, y nosotros, que entonamos “Regresa”, que cantamos “Limeña” (debo decir que la versión de María Dolores Pradera es mi favorita), no sabemos cuántas historias existen pero sí que solo acabaron con la muerte. Polo Campos se las trajo toditas.
“Cada domingo a las doce”, uno de los grandes valses de Augusto, habla de su historia con Eugenia Sessarego, una de las mujeres que más amó y a la que iba a ver al penal de Chorrillos todos los domingos después de misa. La amó, como a Cecilia Bracamonte y a Jesús Vásquez, de quien, dice, fue el amor de su vida. Alguna vez le comentó a un entrevistador que a Cecilia Bracamonte le cobraba. ¿Cómo le cobraba? “Le daba esta canción y le decía: ‘Házmela triunfar’”. Era un maestro.
Escribe Agustín Pérez Aldave: “(…) Desmesurado don Augusto. Fue su propio director de Marketing, cuando esta palabra no existía en el diccionario de nuestra movida musical. De vida exagerada, como muchos grandes, como Daniel Santos, con quien se emparenta en haber sido un grande de la épica genital, situación comprobada en sus múltiples testimonios, pero que no fue gratuito alarde de macho sino combustible para la creatividad (…)”.
Puede ser que haya amado a muchas. Tuvo siete hijos con siete de ellas. Pero puede ser que haya amado más al Perú que a sus propias mujeres e hijos. Al menos eso siente uno de ellos, Marco, una suerte de envidia del Perú: “Te juro, Josefina… por más que mi padre cantara ‘Contigo Perú’ cinco mil veces, nunca hubo una vez donde no le brotaran las lágrimas”. ¿Quién dice que a las palabras se las lleva el viento? Permanecen, como las piedras colosales. Cuando son dichas con honestidad, pasa lo que en ese estadio ruso: no queremos dejar de ser peruanos. El Perú toma una bocanada de aire y exhala. Está vivo.