Cuando se habla de Kuélap o de la catarata Gocta, suele pensarse en Chachapoyas, pero el departamento de Amazonas es mucho más que su capital; de hecho, Kuélap se encuentra en la provincia de Luya, y Gocta en Bongará. Esta crónica explora por qué “The New York Times” resaltó este destino como “una alternativa a Machu Picchu”.
Por Mariano Olivera La Rosa
Primicia: Keiko –o Queiko, como prefieran– no tiene el más mínimo interés en ser presidenta del Perú. Antes de perder credibilidad, vale aclarar que se trata de una de las engreídas de la Casa Hacienda Achamaqui, una perra mestiza cruzada con pastor alemán que, con total parsimonia, pasea a través de las diecisiete hectáreas que abarca el lugar.
Situada a veinte kilómetros de la ciudad de Chachapoyas, en un apacible valle al lado del río Utcubamba y rodeada de montañas verdes –que, para los miembros de esta cultura prehispánica, solían ser dioses–, Achamaqui fue el destino que elegimos como base en nuestra incursión en la región Amazonas, departamento que se ha visto repotenciado turísticamente desde que, el año pasado, se inauguraron las modernas telecabinas Kuélap y ATSA Airlines implementó vuelos directos de Lima a Chachapoyas.
Hace algunos meses, “The New York Times” había incluido a Kuélap en el puesto 29 de sus “52 lugares para visitar en 2018”, y la periodista designada para cumplir la privilegiada misión de visitar cada uno de ellos –Jada Yuan– había optado por hospedarse en esta hacienda que apenas lleva algo más de un año funcionando como hotel.
Confiamos en sus buenas referencias y nos quedamos allí, y la verdad es que la elección valió la pena desde todo punto de vista: está ubicada a alrededor de una hora de distancia en automóvil de Nuevo Tingo, desde donde parten los teleféricos a Kuélap, y a cincuenta minutos de Cocachimba, desde donde inicia la caminata a la catarata Gocta; su respeto por la biodiversidad y su compromiso con la sostenibilidad de la zona son plausibles, tanto que trabajan la mayoría de sus enseres, insumos y adornos con artesanos y productores locales –como la alfarera Clotilde Alva, la tejedora de telar de cintura Olinda Lozada o el artesano maderero Miguel Huamán–; y el trato de cada uno de los miembros de su staff es cálido y esmerado.
Llegamos en medio de una copiosa lluvia, cenamos ligero y nos fuimos a dormir: al día siguiente, minutos antes de las ocho de la mañana, partiríamos a Kuélap.
Kuélap
Sin duda, hoy en día, la principal fortaleza de Kuélap no es su ciudad amurallada, sino su flamante sistema de telecabinas, que evita tener que recorrer 32 kilómetros en trocha o caminar por tres horas para llegar. Su estación de embarque, sus andenes, sus veintiséis cabinas e, inclusive, los buses que realizan el traslado de tres kilómetros entre la estación y el andén de salida ostentan un óptimo nivel de calidad, algo poco frecuente en los circuitos turísticos nacionales.
No es de extrañar, pues, que la cantidad de visitantes que recibe esta zona arqueológica monumental se haya incrementado notoriamente: de 56 mil en 2016, pasaron a ser 120 mil en 2017, y se tiene por objetivo que se acerquen a los 300 mil (tampoco se busca masificar las visitas, dado que lo más importante es preservar el complejo en buenas condiciones).
El trayecto a bordo de las telecabinas es mágico y, por obra y gracia del impredecible clima de los Andes nororientales amazónicos, siempre genera una impresión diferente. En el transcurso de sus veinte minutos de duración –se extiende a través de 4,5 kilómetros; 250 metros por encima de un bosque húmedo que, a la altura del andén de llegada, bordea los 3000 m.s.n.m.–, puede apreciarse el río Tingo, los sembríos de papas, habas y arvejas, los maizales, las bromelias, las orquídeas, los juncos, las montañas verdes, la neblina densa tras la cual, poco a poco, va apareciendo el cable que nos mantiene a flote.
El teleférico nos deja en la estación de La Malca –un parador turístico que incluye una cafetería, una tienda de souvenirs y una sala de interpretación–. Desde allí iniciamos una caminata de aproximadamente veinte minutos hasta la cima del cerro La Barreta. Allí, rodeada de una muralla de 1900 metros de longitud, se encuentra la imponente ciudadela fortificada de Kuélap, construida íntegramente de piedra, que funcionó como centro religioso, político y militar de la civilización de los chachapoyas –y como residencia de sus grupos de élite–, entre los años 500 y 1450 d. C. A lo largo de sus casi siete hectáreas y sus dos niveles –Pueblo Bajo y Pueblo Alto–, destaca el Templo Mayor, también llamado El Tintero, un edificio ceremonial de planta circular, cinco metros de alto y forma de cono trunco invertido, en cuyo centro presenta un orificio que antiguamente sirvió de osario y, durante el gobierno de Alberto Fujimori, habría sido utilizado por el expresidente y su chamán como lugar propicio para dar rienda suelta al misticismo. ¿Alguna decisión de Estado habrá surgido de allí? Nos quedaremos con la duda.
Gocta y Leymebamba
Antes de Gocta, visitamos el Museo Leymebamba, que alberga restos arqueológicos descubiertos en 1996 en los mausoleos de la Laguna de los Cóndores, a 93 kilómetros de la ciudad de Chachapoyas. En este lugar se encontraron más de dos mil piezas arqueológicas, entre cerámicos, textiles, quipus, tallados de madera, instrumentos musicales y 219 momias en buen estado de conservación. No solo provienen de la cultura chachapoyas, sino también de los incas –que convivieron con los chachapoyas entre los siglos XV y XVI– y de los inicios de la Colonia. El terreno en el que se construyó el museo que hoy administra la ONG Centro Mallqui solía ser un espacio de chacras donde se sembraba papa y maíz, tanto que, cuando fue adquirido, costaba apenas 50 céntimos por metro cuadrado (actualmente, el metro cuadrado se cotiza entre 120 y 150 soles en el pueblo de Leymebamba).
A la mañana siguiente partimos a la catarata Gocta, que, con sus más de quinientos metros, está catalogada como la quinta caída libre de agua más alta del mundo. Para llegar a ella, emprendemos un camino a pie –un tramo también puede ser recorrido a caballo, pero, por las condiciones del trayecto, que incluyen abundante lodo, piedras y pasajes angostos, recomendamos hacerlo a pie, salvo que el físico no acompañe–. En total, consta de aproximadamente trece kilómetros e inicia en la localidad de Cocachimba, en la garita del buen Telésforo, quien formó parte de la expedición que, en 2006, “descubrió” la cascada. “Saludos a la sirena”, advierte Telésforo, en alusión a la leyenda de la bella sirena y la serpiente gigante que, bajo la catarata, custodian un perol de oro.
La laguna que se forma bajo la cascada –de 28 metros de diámetro y doce de profundidad en su punto más hondo– está siempre helada y, para entrar a ella, hace falta caminar con extremo cuidado sobre las piedras, pero si están en clave de aventura y son de disfrutar el momento, les recomiendo la experiencia. Zambúllanse aunque sea por unos segundos y naden de lado a lado. Saldrán con frío, pero renovados, cargados de la energía que emana ese pedazo extraordinario de naturaleza.
Con las pantorrillas cansadas y las zapatillas enlodadas, pero felices, aún nos quedan fuerzas para visitar la ciudad y disfrutar de la noche chachapoyana. Probamos los licores regionales de La Reina, elaborados a partir de aguardiente y frutas propias de Amazonas. Salud por un viaje inolvidable.