Arquitecto, investigador y docente, José García Bryce ha escrito mucho más de lo que ha hablado. Fue uno de los primeros en ocuparse de la arquitectura republicana a partir del siglo XIX. Sus décadas de docencia (en la UNI por cuarenta años, Ricardo Palma y Católica) han estado dedicadas a la enseñanza de la Historia de la Arquitectura. Dibujante nato, inseparable de su regla T, jamás usó una computadora porque cuando esta llegó él “estaba pasando por el costado”.
Por Laura Gonzales Sánchez
Fotos del Fondo José García Bryce / Archivo de Arquitectura PUCP
Su casa, hoy convertida en cuartel de invierno para él, fue el último proyecto que diseñó (2000). Habita en la misma calle y cuadra barranquina donde pasó sus mejores años Emilio Soyer y en la que actualmente vive Javier Sota Nadal, su alumno de la UNI. José García Bryce tiene 89 años, dos hijos, y me ha repetido tres veces que el 1 de noviembre cumplirá noventa. Hombre de pocas palabras, lo que no impide que su chispa se deje translucir.
Su memoria es prodigiosa. Recuerda, por ejemplo, cada uno de los nombres de sus profesores y asesores que guiaron su estudio sobre Le Corbusier cuando fue becado en el Instituto de Arte de Harvard, en el año 1963. Deletrea uno a uno los apellidos de estos porque el rigor para él es palabra impregnada en su forma de ser y de hacer.
La mayor parte de su tiempo como docente se la pasó dictando el curso de Historia de la Arquitectura. Responde a las preguntas como cuando enseñaba, asegurándose de que se esté entendiendo el cien por ciento de lo que dice. La conversación ha ido de menos a más.
–¿Qué es la arquitectura para usted?
–Para mí es la vida. Un poco pretenciosamente le decía a mi mejor amigo de la Universidad, Óscar Alzamora: “Yo soy un arquitecto nato, desde que nací soy arquitecto”.
–Si tuviera que hacer un balance en esta carrera que lleva en las venas y en la que ha transitado por casi siete décadas, ¿qué diría?
–No sé si lo que he hecho resultó bien o mal. Creo que me resultó bien porque había vocación, esa cosa muy antigua. Cuando era colegial y cursaba cuarto y quinto año de media, dibujaba planos, fachadas –asienta las palabras–, dibujaba mis ideas respecto a lo que era la arquitectura gótica, griega. Ahora lo que siento es un poco de pena de no poder continuar.
–En líneas generales, ¿se siente feliz por lo realizado?
–Si uno ha hecho algo siempre está feliz. Además, ya no hay remedio.
–¿Existe algún tipo de edificación que le hubiera gustado diseñar?
–Me hubiera gustado hacer locales institucionales como colegios, universidades, ministerios. He participado, con otros amigos, en algunos concursos, pero no he ganado.
–Y luego, ¿qué calificación, como buen profesor, le otorgaba al proyecto ganador?
–Bueno, nunca se está conforme con quien a uno le gana… [risas].
–Respecto a los clientes, ¿cómo abordaba con ellos los encargos que le hacían?
–La verdad es que no llegaban muchos clientes a mi estudio. Y los que hice para los pocos que llegaron, no se concluyeron, no se construyeron. Quedaban en diseño y nada más.
–Con tanta solvencia profesional de por medio, ¿por qué cree que no era muy requerido?
–Porque a los clientes hay que buscarlos, convencerlos. Tienes que necesitarlos económicamente y no era mi caso. Yo tenía rentas por propiedades en Cañete que pertenecían a mi familia. La necesidad es una cosa muy importante porque debes necesitar vivir de los clientes para hacer muchas cosas más.
–¿Usted era lo que se llamaba un hacendado, un rico?
–[Risas]. Sí, para qué voy a mentir. Tuve ese apoyo importante, que por un lado es bueno pero por otro no, porque te quita la iniciativa. Y es por eso que decía que no tuve necesidad de buscar clientes. Pero ese era mi destino.
–¿Y fue por esa vida cómoda que usted no se quedó a vivir en el extranjero donde estuvo varias veces estudiando?
–Nunca me vi tentado a quedarme. Era muy engreído porque tenía mis comodidades aquí en el Perú.
–Y me había contado que fue casi un pecado que a un chico con posibilidades le dieran una beca y tuvo que renunciar a ella…
–Tuve que ceder ese derecho porque mis padres dijeron que cómo era posible, si ellos podían pagar los estudios. Que esa beca debía ser para un chico que no tuviera condiciones económicas, porque si no se quedaría sin estudiar. Igualmente, entre 1953 y 1955 viajé para estudiar Historia del Arte en Roma, París y Múnich.
–Volviendo a la arquitectura, así como siente que tiene obras que le hubiera gustado diseñar, también tiene un rubro de su preferencia que ha diseñado. ¿Es así?
–Para mí han sido las capillas e iglesias, porque tienen un tema muy importante que es lo espiritual. Construí varias para los Misioneros Oblatos de San José. Una de ellas fue la primera iglesia de La Victoria, por el cerro El Pino. Luego me pidieron una capilla para su residencia (cerca del cruce de la avenida Aviación y México), en un segundo piso.
Esta capilla le mereció a José García Bryce el Hexágono de Oro del Colegio de Arquitectos del Perú en 1981. Un proyecto donde el manejo de la luz cenital remite a las teatinas limeñas, sin por eso dejar de acusar modernidad. La catedral de Huacho (1970), que reemplazó a la antigua catedral, también es de su autoría. Lamentablemente, en el año 2012 sufrió alteraciones, siendo la más notoria la de la fachada original.
–¿Qué sintió cuando se enteró de que la catedral de Huacho había sido alterada?
–Siempre en estos casos uno siente frustración por la falta de respeto y mucha cólera…
–¿Recuerda otro caso particular de poco o nulo respeto por su obra?.
–En 1963, la iglesia Nuestra Señora del Buen Consejo, en La Victoria, que diseñé poco tiempo antes de partir a Harvard y que dejé en manos de mi buen amigo Guillermo Málaga hasta que regresé para reintegrarme al proyecto. Una iglesia muy lógica y económica, columnas cada cuatro metros, vigas delgadas y un techo en dos niveles. De concreto armado y ladrillo king kong… Bueno, aquí a un curita (casi digo maldito), ya bastante tiempo después, se le ocurrió pintar toda la iglesia por dentro de color blanco sobre el ladrillo caravista… Otro curita más sensible quiso retirar la pintura, pero ya no se podía y le dije que se olvidara.
–¿Y usted también ya se olvidó? ¿Ya no ha vuelto más por esa iglesia?
–Ja,ja,ja… Generalmente los arquitectos muy rara vez volvemos a nuestras obras, porque comenzamos a encontrar defectos. Esa es una razón… [se ríe a carcajadas].
–Pero ¿y si cada vez que sale tiene que volver a ella porque es su casa? ¿Qué hace?
–Es mi caso. Aquí uno de los defectos más grandes que encuentro son las tres gradas que tiene al ingreso. Claro, y muchos más defectos.
–Sin embargo, tiene la buena suerte de ser uno de los pocos arquitectos que se ha diseñado una casa a su gusto y medida.
–Es que hace muchos años a Barranco nadie le hacía caso. Un alumno fue quien me vendió este terreno que no llega a quinientos metros. A poco tiempo de comprarlo hice un proyecto para una casa familiar, pero pasaron muchos años y el terreno seguía ahí. Luego nos unimos cuatro propietarios, quienes todas las semanas juntábamos platita para pagar a los trabajadores, y así se fueron construyendo los cuatro pisos. Y yo escogí el cuarto por la vista y para que el ruido no llegara. Si volviera el tiempo atrás, me hubiera escogido el primero.
–Hablemos un poco del Conjunto Habitacional Chabuca Granda, de 1985.
–Creo que eligieron mi proyecto porque tenía vara con Belaunde. Había sido su alumno y él me conocía.
–¿Y por qué no iba a ser la elección por sus méritos? Es quizás uno de los edificios más visitados por los alumnos de Arquitectura de la UNI.
–Sí, que iban en masa y que no precisamente eran mis alumnos. Los propietarios después cerraron la reja y prohibieron su ingreso. Bueno, Belaunde sabía que me interesaba la parte antigua de la ciudad, como era el caso de la Alameda de Los Descalzos, donde se encuentra esta edificación. Hice varios anteproyectos, varios partidos como decimos los arquitectos (un partido es una idea). Al final quedó una buena obra con balcón cerrado, porque pensé que si lo hacía abierto los inquilinos lo iban a rellenar. Lo fundamental aquí es que tiene patios y los volúmenes se conectan entre sí. En realidad, fue un proyecto piloto para la renovación de esta zona del Rímac.
–¿Tiene muy buena memoria?
–Mi memoria es gráfica. Me llevas a una ciudad, me paseas rápidamente y se me queda grabada en la memoria la forma de las plazas, de las calles…
–Como tiene grabada toda una vida. Arquitecto, ¿le tiene miedo al tiempo que se va, que parece irse escapando de sus manos?
–No tengo miedo por eso. Pienso que así es la realidad y qué le vas a hacer… [silencio largo]. Ya no me queda mucho tiempo de vida.
–Si no le tiene miedo al tiempo a sus 89 años, ¿a qué le teme?
–A la muerte. A esa transición de la vida a la muerte. Siempre me pregunto cómo será esa experiencia que nadie puede contarla. ¿Cómo será, no?
Artículo publicado en la revista CASAS #261