Con motivo del cumpleaños número 55 de Michelle Obama, compartimos el primer capítulo del libro escrito por la ex primera dama, Mi historia, un relato que revela los entretelones del ascenso de la familia Obama al máximo sitial en el escalafón del poder. En este texto, Michelle revela aspectos desconocidos de su infancia, cuando vivía en el barrio de South Shore, en Chicago.
Por Michelle Obama
Pasé casi toda mi infancia oyendo el sonido del esfuerzo. Llegaba en forma de música mediocre, o al menos música amateur, que se colaba por los tablones del suelo de mi habitación: el golpeteo de las teclas del piano de mi tía abuela Robbie a manos de sus alumnos mientras aprendían lenta, rudimentariamente las escalas. Mi familia vivía en South Shore, un barrio de Chicago, en una pulcra casa de ladrillo propiedad de Robbie y su marido Terry. Mis padres alquila- ron un apartamento en la segunda planta, y mis tíos abuelos vivían en la primera. Robbie era tía de mi madre y durante muchos años había sido generosa con ella, pero a mí me parecía terrorífica. Remilgada y seria, dirigía el coro de la iglesia local y era también la profesora de piano oficial de nuestra comunidad. Llevaba unos tacones discretos y unas gafas de lectura colgadas del cuello con una cadena. Tenía una sonrisa burlona, pero, a diferencia de mi madre, no le gustaba el sarcasmo. A veces la oía reprender a sus alumnos por no haber estudiado lo suficiente o a sus padres por haberlos llevado tarde a clase. «¡Buenas noches!», exclamaba en pleno día con la misma exasperación con la que uno diría «¡Por el amor de Dios!». Al parecer, pocos satisfacían las expectativas de Robbie.
Sin embargo, el sonido del esfuerzo se convirtió en la banda sonora de nuestras vidas. Había golpeteo por las tardes y por las no- ches. En ocasiones venían señoras de la iglesia a practicar himnos, y su devoción atravesaba las paredes. Según las normas de Robbie, los niños que asistían a clases de piano no podían trabajar en más de una canción a la vez. Desde mi dormitorio los oía intentarlo, nota in- cierta a nota incierta, para ganarse su aprobación y dar el salto de «Hot Cross Buns» a la «Canción de cuna» de Brahms, pero solo después de muchas tentativas. La música nunca resultaba molesta, tan solo persistente. Subía por el hueco de la escalera que separaba nuestro apartamento del de Robbie. En verano entraba por las ventanas abiertas y acompañaba mis pensamientos mientras jugaba con mis Barbies o edificaba pequeños reinos con bloques de construcción. El único respiro lo teníamos cuando mi padre llegaba a casa al acabar el primer turno en la planta de filtración de aguas de la ciudad y ponía el partido de los Cubs en el televisor, a tal volumen que acallaba todo lo demás.
Era finales de los años sesenta en South Side de Chicago. Los Cubs no eran malos, pero tampoco excelentes. Me sentaba en el regazo de mi padre, él en su butaca reclinable, y lo escuchaba expli- car que el equipo sufría el habitual agotamiento del término de la temporada o por qué Billy Williams, que vivía en Constance Avenue, muy cerca de nosotros, bateaba tan bien desde el lado izquierdo de la base. Fuera de las canchas de béisbol, Estados Unidos se hallaba sumido en un enorme e incierto proceso de transformación. Los Kennedy estaban muertos. A Martin Luther King Jr. lo habían ase- sinado en un balcón de Memphis, lo cual desencadenó disturbios en todo el país, incluida Chicago. La Convención Nacional Demócrata de 1968 se tiñó de sangre cuando la policía persiguió a los manifes- tantes contrarios a la guerra de Vietnam con porras y gas lacrimóge- no en Grant Park, situado unos quince kilómetros al norte de donde vivíamos. Entretanto, las familias blancas abandonaban la ciudad en tropel, atraídas por los barrios residenciales, la promesa de mejores escuelas, más espacio y probablemente también más blancura.
Yo no me daba cuenta de nada de todo aquello. Era solo una niña que jugaba con sus Barbies y sus bloques de construcción, que tenía dos progenitores y un hermano mayor que cada noche dormía con la cabeza a unos noventa centímetros de la mía. Mi familia era mi mundo, el centro de todo. Mi madre me enseñó muy pronto a leer; me llevaba a la biblioteca pública y se sentaba a mi lado mientras yo pronunciaba en voz alta las palabras impresas en una página. Cada día, mi padre iba a trabajar enfundado en un uniforme azul de empleado municipal, pero por la noche nos enseñaba lo que significaba amar el jazz y el arte. De niño había estudiado en el Art Institute of Chicago, y en la secundaria pintaba y hacía esculturas. En la escuela también había participado en competiciones de natación y boxeo, y de adulto era aficionado a todos los deportes televisados, desde el golf profesional hasta la NHL, la liga nacional de hockey. Le gustaba ver triunfar a la gente fuerte. Cuando mi hermano Craig se interesó por el baloncesto, mi padre dejaba monedas encima del marco de la puerta de la cocina y lo animaba a saltar para cogerlas.
Todas las cosas importantes se hallaban en un radio de cinco manzanas: mis abuelos y mis primos; la iglesia de la esquina, donde no asistíamos mucho a catequesis; la gasolinera a la que en ocasiones me enviaba mi madre a comprar un paquete de Newport; y la licorería, que también vendía pan Wonder, caramelos a un centavo y leche por litros. En las cálidas noches de verano, Craig y yo nos dormíamos con los vítores de los partidos de sófbol de la liga de adultos que se disputaban en el parque público cercano, donde de día nos encaramábamos a los columpios y jugábamos al pilla-pilla con otros niños.
Craig y yo nos llevamos menos de dos años. Él ha heredado la mirada tierna y el espíritu optimista de mi padre y la implacabilidad de mi madre. Siempre hemos estado unidos, en parte gracias a la lealtad inquebrantable y un tanto inexplicable que desde el principio Craig pareció sentir hacia su hermana pequeña. Hay una vieja fotografía familiar en blanco y negro en la que aparecemos los cuatro sentados en un sofá, mi madre sonriendo conmigo en el regazo y mi padre serio y orgulloso con Craig en el suyo. Llevamos ropa de misa, o tal vez de boda. Yo tengo unos ocho meses y llevo un vestido blanco planchado, y soy una matona rechoncha y seria con pañales que parece estar a punto de zafarse de las garras de su madre y mira a la cámara como si fuera a comérsela. A mi lado está Craig, un caballero con una pequeña pajarita, americana y expresión sobria. Tenía dos años y, con el brazo extendido hacia el mío y sus dedos protectores rodeando mi muñeca regordeta, ya era la viva imagen de la vigilancia y la responsabilidad fraternal.
Cuando se hizo la foto vivíamos al otro lado del pasillo de mis abuelos paternos en Parkway Gardens, un complejo de edificios de estilo modernista con apartamentos de protección oficial, asequibles, situado en el South Side. Fueron construidos en los años cincuenta y se habían diseñado como propiedad cooperativa para aliviar la escasez de viviendas entre las familias negras de clase trabajadora después de la Segunda Guerra Mundial. Más tarde se deteriorarían a causa de la pobreza y la violencia de las bandas, y la zona se convertiría en una de las más peligrosas de la ciudad. Sin embargo, mucho antes, cuando yo todavía era una niña, mis padres, que se habían conocido de adolescentes y se habían casado cuando rondaban los veinticinco años, aceptaron una oferta para mudarse a la casa de Robbie y Terry en un bonito barrio situado unos kilómetros más al sur.
En Euclid Avenue éramos dos familias viviendo bajo un techo no muy grande. A juzgar por la distribución, la segunda planta probablemente era un apartamento anexo para una o dos personas, pero encontramos la manera de meternos cuatro. Mis padres ocupaban el único dormitorio y Craig y yo compartíamos una zona más amplia que supongo que correspondía al salón. Cuando fuimos más mayores, mi abuelo, Purnell Shields, el padre de mi madre, un carpintero más voluntarioso que hábil, trajo unos revestimientos de madera baratos y construyó una partición improvisada para dividir la sala en dos espacios semiprivados. Luego instaló una puerta en acordeón en cada uno y creó una pequeña zona común en la que podíamos guardar nuestros juguetes y libros.
Me encantaba mi habitación, donde había el espacio justo para una mesa estrecha y una cama individual. Tenía todos mis animales de peluche encima de la cama y cada noche los colocaba meticulosamente alrededor de mi cabeza como un ritual para estar más cómoda. Al otro lado de la pared, Craig llevaba una especie de existencia gemela en una cama arrimada a los paneles de madera en paralelo a la mía. La partición era tan endeble que podíamos hablar des de el lecho, y a menudo nos lanzábamos una pelota hecha con un calcetín por el hueco de veinticinco centímetros que había entre la pared y el techo.
La zona de la tía Robbie, en cambio, era como un mausoleo. Tenía los muebles tapados con unos plásticos que me resultaban fríos y pegajosos cuando osaba sentarme encima de ellos con las piernas desnudas. Las estanterías estaban abarrotadas de figuritas de porcelana que no podíamos tocar. A veces yo pasaba la mano por una colección de adorables caniches de cristal (una madre de aspecto delicado y tres cachorritos), pero luego la apartaba por temor a la ira de Robbie. Cuando no había clase, en la primera planta reinaba un silencio sepulcral. El televisor y la radio siempre estaban apagados. Ni siquiera sé si conversaban mucho. El nombre completo del marido de Robbie era William Victor Terry, pero por alguna razón nos dirigíamos a él solo por su apellido. Terry era como una sombra, un hombre de aire distinguido que llevaba traje todos los días de la semana y apenas hablaba.
Llegué a concebir las dos plantas como universos diferentes gobernados por sensibilidades rivales. Arriba éramos ruidosos y no sentíamos remordimientos por ello. Craig y yo nos lanzábamos la pelota y nos perseguíamos por el apartamento. Rociábamos el suelo del pasillo con Pledge, un abrillantador para muebles, a fin de deslizarnos más lejos y más rápido con los calcetines, y a menudo chocábamos contra las paredes. En la cocina celebrábamos combates de boxeo entre hermanos y utilizábamos los dos pares de guantes que mi padre nos había regalado por Navidad, junto con instrucciones personalizadas para lanzar buenos golpes. Por la noche, nos entreteníamos todos con juegos de mesa, nos contábamos historias y chistes y poníamos discos de los Jackson 5 a todo volumen. Cuando Robbie se hartaba, empezaba a pulsar con insistencia el interruptor de la escalera común, que también controlaba la bombilla del pasillo del piso de arriba; era su manera de pedirnos educadamente que bajáramos la voz.
Robbie y Terry eran más mayores. Se habían criado en otra zona y tenían intereses distintos. Habían visto cosas que nuestros padres no habían visto, cosas que Craig y yo no podíamos ni imaginar en nuestra bulliciosa niñez. Esto es una versión de lo que mi madre decía si nos alterábamos demasiado por la irritabilidad del piso de abajo. Aunque desconocíamos el contexto, nos pedían que recordáramos que ese contexto existía. En el mundo, nos explicaban, todas las personas llevan a cuestas una historia invisible y solo por eso merecen cierta tolerancia. Según descubrí muchos años después, Robbie había denunciado a la Universidad Northwestern por discriminación; en 1943 se había matriculado en ella para asistir a un taller de música coral y le negaron una habitación en la residencia de mujeres. Le indicaron que podía alojarse en una pensión de la ciudad, un lugar «para gente de color». Terry, por su parte, había trabajado de maletero en una línea ferroviaria nocturna con llegada y salida en Chicago. Era una profesión respetable, aunque mal remunerada y desempeñada siempre por negros, que mantenían sus uniformes inmaculados mientras cargaban equipajes, servían comidas y satisfacían las necesidades de los pasajeros, lo cual incluía abrillantarles los zapatos.
Años después de jubilarse, Terry seguía viviendo en un estado de anestesiada formalidad, vestido de forma impecable y con un carácter un tanto servil, sin reivindicarse en ningún sentido, al menos que yo apreciara. Era como si hubiera renunciado a una parte de él para sobrellevar las cosas. Lo veía cortando el césped bajo el calor estival con zapatos de cordones, tirantes, un sombrero de ala estrecha y las mangas de la camisa pulcramente remangadas. Se permitía un solo cigarrillo al día y un cóctel al mes y, aun así, no se soltaba como hacían mis padres después de tomar un whisky con soda o una cerveza Schlitz, algo que, en su caso, ocurría varias veces al mes. Parte de mí quería que Terry hablara, que desvelara los secretos que guardaba. Imaginaba que tenía muchas historias interesantes sobre las ciudades que había visitado y sobre el comportamiento de la gente rica en los trenes, o tal vez no, pero en todo caso no oímos ninguna. Por alguna razón, nunca contaba nada.
Tendría unos cuatro años cuando decidí que quería aprender a tocar el piano. Craig, que estaba en primer curso, tocaba todas las semanas el instrumento de pared de Robbie y volvía relativamente ileso, así que me sentía preparada. De hecho, estaba bastante convencida de que ya sabía tocar por osmosis directa después de todas las horas que me había pasado escuchando cómo otros niños interpretaban torpemente sus canciones. Ya tenía la música en la cabeza. Solo quería bajar y demostrarle a mi exigente tía abuela el talento que poseía, y que convertirme en su alumna estrella no entrañaría para mí ningún esfuerzo.
El piano de Robbie se encontraba en una pequeña habitación cuadrada en la parte trasera de la casa, cerca de una ventana con vistas al patio. En una esquina tenía una maceta con una planta y en la otra una mesa plegable en la que los alumnos podían rellenar las hojas de ejercicios. Durante las clases se sentaba muy erguida en una butaca con respaldo alto, marcando el ritmo con un dedo e inclinando la cabeza, atenta a cada error. ¿Le tenía miedo a Robbie? No exactamente, pero había algo temible en ella y representaba una autoridad rígida que no había visto en ningún sitio. Exigía excelencia a todos los niños que se sentaban en la banqueta del piano. Yo la veía como una persona a la que debías ganarte o tal vez conquistar de algún modo. Con ella parecía que siempre había algo que demostrar.
En la primera clase me colgaban las piernas de la banqueta; eran tan cortas que no me llegaban al suelo. Robbie me regaló un cuaderno de iniciación a la música, lo cual me encantó, y me enseñó a colocar correctamente las manos sobre las teclas. «Muy bien, presta atención —dijo regañándome antes de que hubiera empezado siquiera—. Busca el do central.»
Cuando eres niño te parece que el piano tiene mil teclas. Solo ves una extensión negra y blanca inabarcable para dos brazos peque- ños. Pronto aprendí que el do central era el punto de referencia, la línea territorial que separaba la mano derecha de la izquierda, la clave de sol de la de fa. Si podías colocar el pulgar sobre el do central, todo lo demás encajaba de manera automática. Las teclas del piano de Robbie eran sutilmente desiguales tanto en color como en forma, y con el paso del tiempo habían saltado algunos fragmentos de marfil, de modo que parecían una dentadura descuidada. Al do central le faltaba una esquina, un trozo del tamaño de mi uña, lo cual siempre me ayudaba a ubicarlo.
Descubrí que me gustaba el piano. Sentarme delante de él me parecía natural, algo que debía hacer. Mi familia estaba plagada de músicos y melómanos, sobre todo del lado de mi madre. Un tío mío tocaba en una banda profesional y varias de mis tías cantaban en coros eclesiásticos. Tenía a Robbie, que además del coro y las clases dirigía algo denominado Operetta Workshop, un humilde programa de teatro musical para niños al que Craig y yo asistíamos todos los sábados por la mañana en el sótano de la iglesia. Sin embargo, el epicentro musical de la familia era mi abuelo Shields, el carpintero, que además era el hermano menor de Robbie. Era un hombre despreocupado y barrigudo con una risa contagiosa y una barba entrecana y desaliñada. Cuando era más joven vivía en la zona oeste de la ciudad y Craig y yo lo llamábamos «Westside», pero se trasladó a nuestro barrio el mismo año que empecé con las clases de piano y lo rebautizamos «Southside».
Southside se había separado de mi abuela hacía décadas, cuando mi madre era adolescente. Vivía con mi tía Carolyn, la hermana mayor de mi madre, y mi tío Steve, su hermano menor, a solo dos manzanas de distancia, en una acogedora casa de una planta que el abuelo había cableado de arriba abajo para instalar altavoces en todas las habitaciones, incluido el cuarto de baño. También fabricó un mueble para el salón donde guardaba el equipo de música, gran parte del cual encontró en mercadillos. Tenía dos tocadiscos desparejados, dos viejos magnetófonos de bobina y unas estanterías repletas de discos que había coleccionado a lo largo de los años.
Había muchas cosas en el mundo de las que Southside desconfiaba. Era una especie de teórico de la conspiración de la vieja escuela. No confiaba en los dentistas, motivo por el cual apenas le quedaban dientes. No confiaba en la policía y no siempre confiaba en los blancos, ya que era nieto de un esclavo de Georgia y había pasado sus primeros años de infancia en Alabama durante la época de Jim Crow, antes de instalarse en Chicago en los años veinte. Cuando tuvo hijos, Southside se dejó la piel para protegerlos, asustándolos con historias reales e imaginarias sobre lo que les podía suceder a unos niños negros si se adentraban en el barrio equivocado e insistiendo en que debían evitar a la policía.
Al parecer, la música era un antídoto para sus preocupaciones, una manera de relajarse y espantarlas. A veces, cuando cobraba un jornal por su trabajo de carpintero, Southside se daba el lujo de comprar un disco nuevo. Solía organizar fiestas para la familia en las que la música lo dominaba todo, lo cual nos obligaba a alzar la voz. Celebrábamos la mayoría de los acontecimientos importantes de la vida en su casa, así que desenvolvíamos los regalos navideños al ritmo de Ella Fitzgerald y soplábamos las velas de cumpleaños al son de Coltrane. Según mi madre, cuando Southside era más joven intentó inculcar la afición por el jazz a sus siete hijos y despertaba a todo el mundo al amanecer poniendo uno de sus discos a un volumen atronador.
Su amor por la música era contagioso. Cuando Southside se mudó a nuestro barrio, me pasaba tardes enteras en su casa, donde cogía discos aleatoriamente y los reproducía en su equipo. Cada uno de ellos era una aventura fascinante. Aunque era pequeña, no me prohibía tocar nada. Más tarde me regaló mi primer disco, Talking Book de Stevie Wonder, que guardaba en su casa en una estantería especial que asignó a mis álbumes favoritos. Si tenía hambre, me preparaba un batido o freía un pollo entero para los dos mientras escuchábamos a Aretha, Miles o Billie. Para mí, Southside era tan grande como el cielo. Y el cielo, tal como yo lo imaginaba, tenía que ser un lugar rebosante de jazz.
En casa yo seguía haciendo progresos como músico. Sentada frente al piano de pared de Robbie, no tardé en aprender las escalas (lo de la osmosis resultó ser real) y me lancé a hacer los ejercicios de repentización que me daba. Puesto que nosotros no teníamos piano, me veía obligada a ensayar con el suyo en el piso de abajo. Esperaba a que no hubiera ningún alumno y a menudo arrastraba a mi madre para que se sentara en el sillón tapizado a escucharme tocar. Aprendía una pieza del cancionero y después otra. Probablemente no era mejor que los otros estudiantes de la tía Robbie, titubeaba igual, pero estaba motivada. Para mí, aprender era algo mágico y me procuraba una emocionante satisfacción. En primer lugar, entendía la sencilla y alentadora correlación entre el tiempo que ensayaba y lo que conseguía. Y también percibí algo en Robbie: estaba demasiado enterrado para calificarlo de placer absoluto pero, aun así, emanaba de ella algo más liviano y alegre cuando ejecutaba una canción sin equivocarme, cuando mi mano derecha hilvanaba una melodía mientras la izquierda tocaba un acorde. Lo notaba al mirarla de reojo: desfruncía ligeramente los labios y su dedo rebotaba un poco al marcar el ritmo.
Aquella sería nuestra luna de miel, que tal vez se habría prolongado si yo hubiera sido menos curiosa y más reverente con su método pianístico. Pero el libro de lecciones era tan grueso y mis progresos con las primeras canciones tan lento que me impacienté y empecé a saltarme páginas, y no unas pocas. Leía los títulos de las canciones más avanzadas e intentaba tocarlas durante mis prácticas. Cuando estrené orgullosa uno de aquellos temas delante de Robbie, ella echó por tierra mi hazaña con un despiadado «¡Buenas noches!». Me abroncó igual que había abroncado a muchos alumnos antes que a mí. Yo solo quería aprender más cosas y más rápido, pero Robbie lo interpretó como un delito rayano en la traición. No la impresioné lo más mínimo.
A pesar de todo, no escarmenté. Era una niña a la que le gustaba obtener respuestas concretas a sus preguntas y razonar las cosas hasta un final lógico, aunque resultara agotador. Era mandona y tendía a lo dictatorial, como podría atestiguar mi hermano, a quien frecuentemente ordenaba salir de nuestra zona de juego común. Cuando creía tener una buena idea sobre algo no aceptaba un no por respuesta. Y así fue como mi tía abuela y yo acabamos enfrentadas, ambas coléricas e inflexibles.
—¿Cómo puedes enfadarte conmigo por querer aprender una canción nueva?
—No estás preparada. Así no se aprende a tocar el piano.
—Sí que estoy preparada. Acabo de tocarla.
—No se hace así.
—Pero ¿por qué?
Las clases de piano se convirtieron en algo épico y complicado, sobre todo por mi negativa a seguir el método prescrito y por la negativa de Robbie a ver algo bueno en mi espontánea interpretación de su cancionero. Según recuerdo, había discusiones semana tras semana. Las dos éramos testarudas. Yo tenía mi punto de vista y ella el suyo. Entre disputa y disputa, yo seguía tocando el piano y ella seguía escuchando y ofreciendo un alud de correcciones. Yo apenas le atribuía ningún mérito por mi mejora como intérprete y ella apenas me atribuía ningún mérito por mejorar. Aun así, las clases continuaron.
En el piso de arriba, a mis padres y a Craig les resultaba muy divertido. Se desternillaban durante la cena cuando les contaba mis batallas con Robbie, todavía furiosa mientras comía los espaguetis con albóndigas. Craig, en cambio, no tenía problemas con ella, ya que era un niño alegre y un alumno de piano ortodoxo y poco implicado. Mis padres no manifestaban compasión alguna por mis calamidades, y tampoco por las de Robbie. Por lo general, no intervenían en cuestiones que no estuviesen relacionadas con la escuela y desde el principio esperaron que mi hermano y yo resolviéramos nuestros asuntos. Al parecer, consideraban que su labor era escucharnos y apoyarnos cuando fuera necesario entre las cuatro paredes de nuestro hogar. Y aunque otros padres tal vez habrían regañado a un niño por ser insolente con un adulto, como yo había hecho, también lo obviaron. Mi madre había vivido intermitentemente con Robbie desde que tenía alrededor de dieciséis años, cumpliendo las esotéricas normas que imponía, y es posible que en el fondo se alegrara de que alguien cuestionase su autoridad. Volviendo la vista atrás, creo que a mis padres les gustaba mi carácter luchador y me alegro por ello. En mi interior ardía una llama que querían mantener viva.
Una vez al año, Robbie organizaba un elegante recital para que sus alumnos pudieran actuar con público. A día de hoy sigo sin saber cómo lo hizo, pero obtuvo acceso a una sala de ensayos de la Universidad Roosevelt, en el centro de la ciudad, y celebraba sus recitales en un magnífico edificio de piedra situado en Michigan Avenue, cerca de donde tocaba la Orquesta Sinfónica de Chicago. El mero hecho de ir allí me ponía nerviosa. Nuestro apartamento de Euclid Avenue se encontraba unos catorce kilómetros al sur del distrito del Loop, que con sus relucientes rascacielos y sus aceras abarrotadas me parecía algo místico. Mi familia solo iba al centro unas pocas veces al año para visitar el Art Institute o ver una obra de teatro, y los cuatro viajábamos como astronautas en la cápsula del Buick de mi padre.
Para él, cualquier excusa para conducir era buena. Adoraba su coche, un Buick Electra 225 de color bronce y dos puertas al que llamaba con orgullo Deuce and a Quarter. Siempre lo tenía abrillantado y encerado; respetaba religiosamente el calendario de mantenimiento y lo llevaba a Sears para la rotación de neumáticos y el cambio de aceite igual que mi madre nos llevaba al pediatra para un chequeo. A nosotros también nos encantaba el Deuce and a Quarter. Tenía una línea elegante, y con sus estrechas luces traseras era moderno y futurista. Era tan espacioso que parecía que estuvieras en una casa. Casi podía ponerme de pie al pasar las manos por el techo revestido de tela. Por aquel entonces, el cinturón de seguridad era opcional, así que Craig y yo siempre íbamos dando bandazos en la parte de atrás y nos asomábamos por encima del asiento delantero cuando queríamos hablar con nuestros padres. La mitad del tiempo lo pasaba con la barbilla apoyada en el reposacabezas para estar al lado de mi padre y ver exactamente lo mismo que él.
El coche era otro nexo de unión para mi familia, una posibilidad de hablar y viajar al mismo tiempo. A veces, después de cenar, Craig y yo suplicábamos a mi padre que nos llevara a dar una vuelta sin rumbo concreto. Algunas noches de verano íbamos a un cine al aire libre situado al sudoeste de nuestro barrio para ver las películas de El planeta de los simios. Aparcábamos el Buick al anochecer y esperábamos a que la proyección empezara. Mi madre nos servía pollo frito y patatas que había llevado de casa, y Craig y yo cenábamos en el asiento trasero apoyando la comida en el regazo y procurando limpiarnos las manos en las servilletas y no en el asiento.
Tardaría años en comprender lo que significaba para mi padre conducir aquel coche. De niña solo podía intuirlo: la liberación que sentía al ponerse al volante, el placer que le causaba tener un motor eficiente y unos neumáticos perfectamente equilibrados zumbando debajo de él. Tenía algo más de treinta años cuando un médico le informó de que la extraña debilidad que había empezado a notar en una pierna era el inicio de un descenso largo y, con toda probabilidad, doloroso hacia la inmovilidad total; de que algún día, debido a una misteriosa desconexión de las neuronas cerebrales y la columna vertebral, no podría caminar. Ignoro las fechas exactas, pero al parecer el Buick llegó a la vida de mi padre más o menos por la misma época que la esclerosis múltiple. Y, aunque nunca lo dijo, ese coche debía de proporcionarle una especie de alivio indirecto.
Ni él ni mi madre se obcecaron con el diagnóstico. Todavía faltaban décadas para que una simple búsqueda en Google arrojara una mareante variedad de gráficas, estadísticas y explicaciones médicas que daban o arrebataban esperanzas. En cualquier caso, dudo que mi padre hubiera querido verlo. Aunque fue educado en los preceptos de la Iglesia, no habría rezado a Dios para que lo salvara. No habría buscado tratamientos alternativos o un gurú, ni un gen defectuoso al que culpar. En mi familia tenemos la vieja costumbre de bloquear las malas noticias, de intentar olvidarlas casi en el preciso instante en el que llegan. Nadie sabía cuánto tiempo llevaba encontrándose mal cuando acudió a la consulta, pero supongo que fueron meses, si no años. No le gustaba ir al médico. No le gustaba quejarse. Era una persona que aceptaba las cosas tal como vinieran y seguía adelante.
Sé que el día de mi gran recital de piano ya cojeaba un poco, que el pie izquierdo era incapaz de seguir el ritmo del derecho. Todos los recuerdos que guardo de mi padre incluyen alguna manifestación de su discapacidad, aunque ninguno queríamos denominarla así todavía. Mi padre se movía con más lentitud que otros padres. A veces lo veía detenerse antes de subir un tramo de escalera, como si necesitara planear la maniobra antes de acometerla. Cuando íbamos a comprar al centro comercial, él se quedaba sentado en un banco y se contentaba con vigilar las bolsas o echar una cabezada mientras el resto de la familia deambulaba libremente.
Al dirigirnos al centro para el recital de piano me acomodé en el asiento trasero del Buick con mi bonito vestido, mis zapatos de charol y mis coletas, y experimenté el primer sudor frío de mi vida. Actuar me provocaba ansiedad, aunque en el apartamento de Robbie había ensayado hasta la extenuación. Craig llevaba traje y estaba preparado para interpretar su canción, pero la idea no lo inquietaba. De hecho, se quedó profundamente dormido, con la boca abierta y una expresión alegre y despreocupada. Craig era así. Toda la vida he admirado esa tranquilidad suya. En aquella época jugaba en una liga infantil de baloncesto y disputaba partidos cada fin de semana y, por lo visto, ya sabía templar los nervios antes de una actuación.
Mi padre solía elegir el aparcamiento más cercano a nuestro destino y gastaba lo que hiciera falta para minimizar la distancia que tendría que recorrer con sus piernas inseguras. Aquel día encontramos la Universidad Roosevelt sin problemas y nos dirigimos a lo que parecía la sala de conciertos, enorme y con buena acústica, en la que tendría lugar el recital. Me sentía diminuta allí dentro. A través de los elegantes ventanales se divisaba el extenso césped de Grant Park y, más allá, la espuma blanca de las olas del lago Michigan. Las sillas de color gris metalizado, dispuestas en hileras ordenadas, fueron llenándose poco a poco de niños nerviosos y padres expectantes. Y en la parte delantera, sobre un escenario elevado, estaban los dos primeros pianos de media cola que había visto en mi vida, con su gigantesca tapa de madera maciza abierta como las alas de un mirlo. Robbie también estaba allí, yendo de un lado para otro con un vestido de estampado floral como si fuera la guapa del baile (aunque una guapa con aspecto de matrona) y cerciorándose de que sus alumnos habían llevado la partitura. Cuando estaba a punto de empezar el espectáculo, pidió silencio al público.
No recuerdo el orden en que tocamos aquel día. Solo sé que, cuando me llegó el turno, me levanté de la butaca y caminé con mi mejor porte hacia el escenario, subí los escalones y me senté delante de uno de los relucientes pianos. Lo cierto es que estaba preparada. Aunque Robbie me parecía brusca e inflexible, también había interiorizado su devoción por el rigor. Conocía tan bien la canción que apenas tuve que pensar y empecé a mover las manos.
Sin embargo, había un problema, que descubrí en el momento en que me disponía a deslizar los deditos sobre las teclas. Estaba sentada frente a un piano perfecto, con sus superficies cuidadosamente desempolvadas, sus cuerdas afinadas con precisión y sus ochenta y ocho teclas formando una impecable franja blanca y negra. El inconveniente era que no estaba acostumbrada a la perfección. De hecho, no la había visto jamás. Mi experiencia pianística se reducía a la pequeña sala de música de Robbie, con su descuidada planta y sus vistas a nuestro modesto patio. El único instrumento que había tocado era el imperfecto piano de pared, con su maraña de teclas amarillentas y su do central convenientemente descascarillado. Para mí, un piano era eso, del mismo modo que mi barrio era mi barrio, mi padre era mi padre y mi vida era mi vida. Era lo único que conocía.
De repente fui consciente de las personas que me observaban desde las butacas mientras miraba sin parpadear las teclas brillantes y solo encontraba uniformidad. No tenía ni idea de dónde colocar las manos. Con la garganta encogida y el corazón en un puño, alcé la vista hacia el público intentando no exteriorizar el pánico, buscando un puerto seguro en el rostro de mi madre. En lugar de eso, vi en la primera fila una figura que se ponía en pie y levitaba pausadamente hacia mí. Era Robbie. Por entonces habíamos discutido mucho, al punto de que la veía un poco como una enemiga. Pero, en el momento de mi merecido castigo, se situó a mi lado como si fuera un ángel. Tal vez comprendió mi estado de conmoción. Tal vez sabía que las disparidades del mundo acababan de materializarse por primera vez ante mí. Es posible que solo quisiera acelerar las cosas. Fuera como fuese, y sin mediar palabra, puso delicadamente un dedo sobre el do central para que supiera por dónde empezar. Y a continuación, volviéndose hacia mí con una imperceptible sonrisa de aliento, me dejó tocar mi canción.