Fernando Iwasaki es uno de los escritores peruanos más importantes de la actualidad. Obras como “Ajuar funerario”, “Helarte de amar”, “Neguijón”, “Inquisiciones peruanas” o “España, aparta de mí estos premios” son demostraciones de un talento galopante, donde se mezclan el humor, la irreverencia, la agudeza y la audacia. Iwasaki lleva más de treinta años casado con Marle Cordero, artista plástica andaluza de un talento y una humanidad extraordinarios. Ambos son padres de tres hijos que, desde la literatura, la actuación y la música, comienzan a tener a España a sus pies. Esta es la historia de esta sorprendente familia de artistas
Por Raúl Tola, desde Sevilla
El sonido que más se escucha en las calles de Sevilla es el de los cascos de los caballos que arrastran las calesas de paseo. La ciudad tiene un centro pequeño pero lleno de tesoros arquitectónicos como la Torre del Oro, la plaza de toros de la Maestranza, el Real Alcázar o la Catedral de Santa María de la Sede. Al caminar por sus anchas avenidas peatonales, por el parque de María Luisa o los jardines de Murillo, resplandecientes con las primeras luces de la primavera, es fácil entender por qué el escritor y ensayista peruano Fernando Iwasaki Cauti se enamoró de ella.
Historiador de carrera, Iwasaki vino por primera vez a Sevilla hace más de treinta años.
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Se había ganado una beca y estuvo varios meses zambullido en el Archivo General de Indias –donde se guardan los documentos que llegaron de las antiguas colonias americanas– leyendo hasta el último legajo sobre el comercio informal en los tiempos de la colonia.
Aunque no estaba en sus planes, la principal consecuencia de esas investigaciones no fue la tesis doctoral que escribió. Para pasársela bien, Iwasaki salía por las noches con su guitarra y se presentaba en los bares que lo aceptaban, donde interpretaba canciones criollas y latinoamericanas a cambio de algunas propinas. Esa Semana Santa se juntó con un grupo de amigos para tocar en La Carbonería, uno de los más tradicionales templos del flamenco de la ciudad. Entre el público se encontraba una guapa andaluza de pelo negro, mirada intensa y hablar sereno que se acercó a pedirle “Días y flores” de Silvio Rodríguez. Nunca más se separaron.
La muchacha se llamaba María de los Ángeles Cordero, pero le decían Marle. Era una artista plástica sevillana que también se dedicaba a la conservación de bienes culturales y a la enseñanza. Al poco tiempo ya estaban juntos y, un año más tarde, se mudarían al Perú. Se casarían en la picante ciudad de Lima de fines de los ochenta, en medio de la crisis económica, la escasez de productos de primera necesidad, la delincuencia terrorista y la inseguridad ciudadana. En 1988 nacería María Fernanda, la primera de sus tres hijos.
La dinastía
Ahora los Iwasaki Cordero viven en una cómoda casa rural de la vega del río Guadalquivir. En la entrada nos reciben dos perros de raza mestiza, uno de los cuales mordisquea una enorme naranja sevillana. Son Laurencia y Fredo, los últimos representantes de una larga estirpe de sabuesos recogidos en la calle por la familia, que siempre ha tenido un estrecho vínculo con los animales. En algún momento llegaron a convivir hasta veinte perros y siete gatos bajo el mismo techo.
En el pasado la casa fue una venta, una de esas paradas en el camino de las que Cervantes habla en “El Quijote”, donde los peregrinos se paraban a tomar algo y descansar. Incrustadas en las paredes del estacionamiento, todavía se pueden ver las anillas donde los jinetes ataban a sus caballos, y en el estudio de Fernando –que también fue un secadero de tabaco– se distingue el abrevadero de los animales reconvertido en sillón.
Fijada al interior de la pared de entrada, está una placa de azulejo donde se lee: “María Fernanda y Roman sembraron un magnolio para celebrar su boda”. Es un recordatorio del matrimonio de la hija mayor de Fernando y Marle con el bioquímico alemán Roman Scholz, en 2013. Ambos se casaron en Berlín, pero vinieron a Sevilla para la celebración que, apunta Fernando, “fue una mezcla de guateque andaluz con Inti Raymi”. Siguiendo las costumbres alemanas, luego del casamiento, uno de los esposos dejó sus apellidos y asumió los del otro. Ahora Roman se apellida Iwasaki Cordero.
María Fernanda y Roman no se encuentran en Sevilla. Viven en Boulder (Colorado, Estados Unidos), donde María Fernanda estudia un Ph.D. en Cultura y Literatura Latinoamericana. Quiere dedicarse a la enseñanza, sin abandonar sus múltiples intereses creativos, que pasan por la poesía, la performance y la actuación, que cultivó desde pequeña.
Tantas eran sus ganas de actuar cuando era niña que, a los 12 años, se inscribió a un casting para “Star Wars”. Corría el año 2000, y los equipos de producción de George Lucas habían llegado a Sevilla para grabar parte de “El ataque de los clones”.
Cerca de 7000 personas se presentaron con la idea de aparecer como extras, pero solo 50 fueron elegidas. Al final del día de su evaluación, a la pequeña María Fernanda le dieron la buena noticia de que la habían seleccionado. Pero también le comentaron que la persona que la había acompañado a la prueba tenía el tipo exacto que estaban buscando para otro pequeño papel. Se trataba de Marle, su madre. Ambas aparecen en “El ataque de los clones” como parte del cortejo de la reina Amidala.
“Me acuerdo de Natalie Portman”, dice Marle. “Era una muchacha muy menudita, muy amable y muy mona, que se pasó toda la grabación llorando. Los vecinos de Sevilla se preguntaban por qué no estaba contenta en la ciudad, si porque no le gustaba o porque hacía mucho calor. Al final supimos que sufría una infección crónica al oído que le producía unos dolores inaguantables. Era tan profesional que, sin importar los cuarenta grados de temperatura del verano andaluz, las ropas esas tan abundantes y gruesas que le ponían y las varias capas de maquillaje, a la hora de actuar se olvidaba del dolor y sacaba adelante las escenas”.
Primera actriz
“Soy de Sevilla, pero mi tierra son muchas ciudades. La historia de mi familia siempre ha estado en constante movimiento por el mundo, y bajo esa premisa fuimos educados mis hermanos y yo”. Paula Iwasaki Cordero nació en 1990, poco después de que sus padres volvieran de su experiencia limeña. A los 28 años, es una mujer vibrante que emana seguridad.
Terminado el colegio, se mudó a Madrid, donde inició sus estudios de actuación en la Real Escuela Superior de Arte Dramático (RESAD), de la que se licenció con matrícula de honor. Completó su formación con varios maestros y siguió cursos de interpretación audiovisual en la escuela Central de Cine. Continuó con estudios de guitarra flamenca, canto y piano en España, y luego viajó a los Estados Unidos para perfeccionarse en el Broadway Dance Center y el Ithaca College de Nueva York.
Paula sabe perfectamente qué momentos marcaron su vocación como actriz: “Primero está mi infancia con mi hermana María Fernanda, que me lleva dos años. Desde pequeñas preparábamos obras de teatro que presentábamos en el patio del edificio del centro de Sevilla donde vivíamos. El otro momento definitivo ocurrió a los 13 años, cuando viajamos en familia a Nueva York. Mis padres me llevaron a ver ‘El fantasma de la ópera’. Salí de ese patio de butacas transformada. Quería saber cómo podía estar en el lugar de esos actores que me habían emocionado a ese nivel cantando, bailando y actuando”.
Paula ha tenido una meteórica carrera como actriz de teatro y televisión. Con solo 21 años, tuvo el arrojo de cofundar Caramba Teatro, su propia compañía teatral, con la que presentó “¡Ay, Carmela!”, el clásico moderno de José Sanchis Sinisterra sobre el que se basó la película de Carlos Saura. Tanto fue su éxito que la mantuvieron en cartelera por más de seis años. El propio Sanchis Sinisterra los vio interpretar su obra en las ruinas medievales de Belchite, y quedó tan impresionado que escribió para ellos “El lugar donde rezan las putas”, que estrenaron en 2018 en el histórico Teatro Español del Barrio de las Letras.
Paula formó parte de la cuarta promoción de la Joven Compañía Nacional de Teatro Clásico, lo que le permitió participar en producciones como “El perro del hortelano”, “Fuente Ovejuna” o “La dama boba”. También ha aparecido en exitosas series de televisión como “Scoop”, “Centro médico” o “La catedral del mar”, en la que interpreta el personaje de la judía Raquel.
Actualmente participa en la obra “Top Girls”, que se presenta en el Centro Dramático Nacional, donde se profundiza en las dificultades y contradicciones que debió enfrentar el movimiento feminista británico en los ochenta, cuando Margaret Thatcher llegó al poder. “Tuvimos la suerte de poder dedicarnos al arte desde casa”, me comenta. “Nuestros padres siempre nos lo fomentaron. Toda nuestra vida hemos convivido con cuadros, libros y música”.
La voz
Hace unos meses, las redes sociales enloquecieron con una de las audiciones a ciegas del programa de talentos “La Voz”, el más visto de la televisión española. Un joven delgado y simpático, vestido con una camiseta blanca y una casaca negra, apareció en el escenario para cantar al piano una versión melódica de “Is This Love”, el clásico del reggae de Bob Marley.
Los jurados del programa eran Paulina Rubio, Luis Fonsi, Antonio Orozco y Pablo López, quienes lo escuchaban pero no lo podían ver. Su interpretación fue tan soberbia que los cuatro se volvieron casi al mismo tiempo para escucharlo y aplaudirlo de pie, con una mezcla de entusiasmo, emoción y gratitud. “Tienes un color de voz diferente. Es lo que necesitamos, no solo aquí en España sino en el mundo”, le dijo Fonsi.
El muchacho se llamaba Andrés Iwasaki. Es el hijo menor del matrimonio Iwasaki Cordero, y aquella audición le cambió la vida. De pronto pasó de ser un estudiante en la Maestría de Artes del Espectáculo de la Universidad de Sevilla a una celebridad de proyección nacional. “Antes de ‘La Voz’, mis conciertos no llenaban ni la mitad de los lugares donde me presentaba. Ahora eso ha cambiado: me paran en la calle, me piden autógrafos, me llaman para dar conciertos, me escriben por Facebook, mis antiguos videos de YouTube comienzan a tener miles de reproducciones. Ha sido sorpresa tras sorpresa. Y pensar que me metí al programa por probar”.
Andrés es de sonrisa fácil y trato amable. La eliminación en las semifinales del concurso no ha mermado un ápice de su entusiasmo. Siente que haber llegado donde llegó, con el impacto que esto produjo, le ha abierto unas oportunidades con las que ni soñaba, además de confirmarle que en la música tiene un futuro. Anoche tuvo un concierto que se alargó hasta la madrugada, pero, mientras me lleva en auto por el campo andaluz, el cansancio no se le nota. En su caso, el entusiasmo y la sorpresa funcionan como un tónico que lo mantiene atento, listo para dar el siguiente paso, quizá fichar por una disquera o grabar su primer álbum.
El secreto de los Iwasaki
“No creo que seamos un caso excepcional de talento”, sonríe Fernando. “En otras familias hay muchísimo, pero se considera que las vocaciones artísticas son meras aficiones y, con el tiempo, los padres intentan reconducir a sus hijos hacia actividades más lucrativas. Por eso, si en otras familias hay muchos hijos dentistas, en esta somos muchos artistas”.
De todos modos, María Fernanda, Paula y Andrés siempre han vivido en un ambiente muy estimulante. Dice Fernando: “En los veranos no íbamos a la playa; vacacionábamos de otra manera. Nos íbamos a los lugares de donde los turistas llegaban a España, como Londres o Nueva York. Fuimos a Grecia, al origen de la civilización occidental. Han sido viajes culturales, de educación sentimental, en los que visitábamos teatros, bibliotecas, exposiciones. Siempre he pensado que uno no se hace ciudadano cuando cumple 18 años, sino cuando saca de niño su primer carné de biblioteca pública”.
Como es lógico, sus viajes también los llevaron al Perú. “Del aeropuerto a la casa de los abuelos era destapar una cerveza y ponerse a cantar. Los olores, la fruta, la comida…”. Iwasaki piensa que otro elemento que ayudó a sus hijos fue el entorno en el que se movieron.
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Por la casa grande de Sevilla ha pasado todo el mundo. Aquí han estado escritores, músicos, pintores, escultores, bailarines, actores. Paula no se acuerda, pero a veces los visitaba el mítico director de cine Luis García-Berlanga y jugaba con ella cuando era niña.
“Creo que también tuvimos la suerte de tener el equilibrio perfecto entre mi padre y mi madre”, dice Paula. “Con mi padre conocimos la vida desde el humor y con mi madre desde un lugar más trascendental”.
En el estudio de Fernando, hay muchas fotografías junto a aquellas amistades de las que habla. En algunos retratos aparece con escritores amigos: Edwards, Mario Vargas Llosa, Aurora Bernárdez –primera esposa de Julio Cortázar–, Javier Cercas, Mayra Santos-Febres, Jorge Eduardo Benavides o Carlos Fuentes. Pero en la foto que más me sorprende aparece un hombre con lentes, con la mitad del rostro cubierto por una tarjeta manuscrita.
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Me acerco más y reconozco al cantautor cubano Silvio Rodríguez, a quien Iwasaki persiguió por aire, mar y tierra hasta lograr que le escribiera una dedicatoria a Marle para regalársela por su aniversario, en recuerdo del día que se conocieron hace treinta años en La Carbonería de Sevilla: “Marle, si pudiera cantar mejor que Fernando ‘Días y flores’, te juro que lo haría, pero prefiero que te quedes con la de él… Besos a los dos”.
Todos vuelven
En los Iwasaki Cordero confluyen un sinnúmero de nacionalidades. “No hay piropo más literario que ser considerado un troyano. En mi caso, un troyano andaluz de apellido japonés que nació en el Perú”, escribe Fernando.
Por sus venas corren la sangre italiana de su bisabuelo materno, la sangre japonesa de su abuelo paterno –que migró desde Hiroshima–, la sangre ecuatoriana de su abuela materna y la sangre peruana de los nacidos en el Perú. A esa ecuación, sus hijos suman la poderosa sangre andaluza de su madre.
Dice Andrés: “Recuerdo que mi padre nos ponía música peruana desde pequeños, ‘Cardo o ceniza’ y ‘Todos vuelven’. Cuando viajábamos, escuchábamos a Eva Ayllón y Nicomedes Santa Cruz”.
Por algo será que, junto con su hermana Paula, formaron el dúo Wasi Tupuy, que interpreta canciones latinoamericanas como las que su padre cantaba recién llegado a Sevilla. El nombre del dúo no es casualidad. Los wasi tupuy (que en quechua significa “se acaba de construir la casa”) tienen un gran significado entre los Iwasaki Cordero.
Son esos pequeños altares conformados por una pareja de toritos de Pucará y una cruz andina que se instalan en los techos de las viviendas del Cusco cuando están listas para ser habitadas. La propia casa de Sevilla está coronada por varios de ellos, que representan a la familia al mismo tiempo que la protegen. Mientras me despido de estos amigos entrañables, artistas fenomenales de una sensibilidad irrepetible, no puedo dejar de pensar que los wasi tupuy han hecho un buen trabajo.