«Los grandes cambios no resultan de algunas mentes ilustradas que le decretan»
Columna de opinión de Alfredo Thorne, Director Principal de Thorne & Associates y ex ministro de Economía y Finanzas / Ilustración de Emilia Maldonado
Una sorpresa del debate electoral ha sido el número de candidatos que ofrecen una nueva constitución. Algunos han llegado a sostener que es parte de su estrategia para refundar la república. En efecto, proponer cambios constitucionales es parte del proceso de modernización de toda república y no debería de espantarnos: las constituciones que más cambios han experimentado han sido las de las democracias más sólidas, como Estados Unidos (EE. UU.), el Reino Unido (RU, que estrictamente no tiene una constitución sino una serie de leyes) y los países europeos. Sin embargo, estos países han tenido en su mayoría una sola constitución y ninguno ha optado por asambleas constituyentes como exigen algunos partidos políticos.
En términos muy sencillos, podemos dividir nuestra constitución en dos: la defensa de los derechos individuales y la definición del rol del Estado en la economía. Mis colegas economistas han descrito la relevancia del capítulo económico para explicar el período de rápido crecimiento, con lo cual suscribo. Sin embargo, el cambio de constitución solicitado por la izquierda se basa en su intención de reescribir el capítulo económico, al que considera la base del “modelo neoliberal”, sin sustentar qué modelo lo debería de reemplazar. En un entorno de cambio constitucional, conviene definir qué aspectos de la constitución no son negociables; qué cambios se justificarían; y si el cambio constitucional va a generar la transformación que necesitamos.
Quizás lo más preciado de nuestra constitución es la defensa de nuestros derechos, que se detallan al inicio. Como las constituciones de las democracias más sólidas, empieza diciendo: “La defensa de la persona humana y el respeto de su dignidad son el fin supremo de la sociedad y del Estado”. Lo que defiende nuestra constitución, como las de las mejores democracias, es la libertad, el derecho a la vida, a ser iguales ante la ley, a la libre conciencia y libertad de culto, el derecho a la información, el respeto a los derechos humanos, a la libertad de prensa, a solicitar información publica, al secreto bancario, a la inviolabilidad de domicilio. En otras palabras, nada puede estar por encima de la libertad individual, pues es lo que finalmente distingue una democracia de un régimen totalitario.
En su último libro “El Corredor Estrecho”, Acemoglu y Robinson sostienen que existen tres elementos claves que distinguen a los países exitosos: la libertad, la presencia del Estado y una estrategia de crecimiento sostenido. Pero van más allá y dicen que muchos grupos de poder defienden la presencia del Estado y la estrategia de crecimiento económico, pero pocos son los defensores de la libertad y son solo las constituciones las que defienden estos derechos. De hecho, muchas sociedades han sacrificado el derecho a la libertad en beneficio de una mayor presencia del Estado o con el objetivo (iluso diría yo) de generar mayor riqueza. Branko Milanovic, un académico estadounidense, de origen serbio, dedicado al estudio de los modelos económicos, dice que después de la caída del Muro de Berlín existen sólo dos modelos: el capitalismo estatista de la China, y el capitalismo libertario de Estados Unidos.
Sorprende que el capítulo económico sea el objetivo del cambio constitucional que algunos sectores políticos proponen. Si uno revisa nuestro desempeño económico reciente, donde hemos fallado no ha sido en la generación de bienestar o en su distribución. Economistas como Richard Webb han documentado cómo los beneficios han alcanzado a los sectores de más bajos ingresos, aunque mucho queda por mejorar. Donde hemos fallado groseramente es en proveer una adecuada protección social a nuestros trabajadores, en la provisión de servicios públicos, y en lograr una descentralización que, respetando el carácter unitario del Estado, genere bienestar regional. Sin embargo, poco hará un cambio constitucional por mejorar la ejecución presupuestal, por asegurar el acceso al agua, por garantizar seguridad en nuestras calles, por eliminar los feminicidios, o por garantizar un acceso real a servicios de salud. Recientemente se universalizó el acceso a la salud, pero fue más un impromptu populista, pues no se tomaron las medidas de gestión necesarias para brindar efectivamente un acceso a la salud a la población.
La propuesta de cambio constitucional suena como la oferta de gran cambio que va a solucionar todos nuestros males, pero ¿es posible generar un gran cambio? ¿Es posible acabar con nuestros cada vez más estructurales períodos de inestabilidad política? Cuando uno analiza las grandes constituciones, muchas de ellas han resultado de un cambio socioeconómico estructural previo y lo único que han hecho es consolidar este cambio en la nueva constitución. Fue el caso del RU con su constitución, que data de 1215 y que tenía como objetivo reducir el poder del monarca; o la de EE. UU. de 1788, que resultó después de una guerra independentista y buscaba unificar los estados independientes.
Cuando se propone convocar a una asamblea constituyente para reescribir la constitución no queda claro que esta asamblea vaya a tener la legitimidad como para escribir la constitución; o que sea distinta a los dos últimos congresos; o más profundamente, si esta nueva constitución va a generar el cambio que necesitamos para garantizar un crecimiento sostenido y un nuevo acuerdo político que nos permita los consensos políticos para avanzar. Los grandes cambios no resultan de algunas mentes ilustradas que decretan el cambio, sino de un proceso transformador que nace de las entrañas mismas de nuestra sociedad y economía.
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