«Ser LGTB+ es muy complicado por el entorno que les ha tocado vivir. Peor para Diego Bertie, un galán de telenovelas, las chicas morían por él, casado 7 años, empujado del clóset por Jaime Bayly en su libro “No se lo digas a nadie”.»
Por Diego Molina
Tengo un amigo que salió del clóset estando casado y con tres hijos. Fue un escándalo de sociedad. Todos, en su círculo, tenían una opinión o una teoría de su situación. La confesión tenía muchos afectados, pero el final era ineludible: el divorcio, las críticas y una nueva vida fuera del paraíso heterosexual. Un nuevo comienzo que le significó reinventarse en una sociedad donde ese tipo de rupturas alteran el “orden natural”.
Él tuvo las pelotas de tomar tamaña decisión con todas sus consecuencias. Hoy en día, el drama ha concluido y lo han aceptado, pasados varios años. Pero muchos de su generación no se mandan. Y es entendible porque el estigma sigue siendo doloroso, pero la estadística no los acompaña: hay muchos más gays y bisexuales de lo que puedes ver en esas consistentes parejas heterosexuales.
Los números muestran que la libertad abre paso a la honestidad. En la generación nacida entre 1946 y 1964, solo el 3% se consideraban homosexuales y 1% bisexuales. Aceleramos el tiempo a la Generación Z (nacidos entre 1995 y 2012) y 4% se siente homosexual, 13% bisexual, 3% pansexual y 2% queer. Es decir, un total de 22%.
Y solo en 3 generaciones. Esta es info de “Statista Global Consumer Survey”, que no incluye a la población transexual. Entonces, el panorama sería el siguiente: a mayor posibilidad de expresión de género, la gente se suelta a ser quien es. Al final del día, hay una identificación personal que nos lleva a una pregunta mayor: ¿los humanos somos tan heterosexuales como creíamos históricamente? La nueva generación indica que no.
Aparece en escena la generación de Diego Bertie (54 años). Ser LGTB+ es muy complicado por el entorno que les ha tocado vivir. Peor para él, un galán de telenovelas, las chicas morían por él, casado 7 años, empujado del clóset por Jaime Bayly en su libro “No se lo digas a nadie”. Finalmente, esta semana, en entrevista con Magaly Medina, acepta su homosexualidad. Se nota que le cuesta, le molesta, no es algo de lo que quiere hablar, no es algo que lo define. Prefiere mencionar a las mujeres con las que estuvo.
Y no es el único. Cuando voy a la playa de Mejía, en Arequipa, yo soy el mayor que ha salido del clóset. En cientos de personas, de 44 años a más no hay ninguno. Estadísticamente imposible. Así han decidido vivir. Casados, con hijos, con doble vida o no, parece que se han rendido a una vida socialmente “más fácil”.
Por su puesto que se entiende. Cuando yo era chico, ser gay era lo más vergonzoso (peor que ser pegalón o traficante o violento o lo que quieran). A mí me tomó mucho tiempo. A mis mayores les tocó más difícil. Pero creo que el precio que pagan es atroz e irrecobrable: engañar a sus parejas y a sí mismos, en un intento fallido y diario para que la fantasía social sea más fuerte que su naturaleza. Una máscara que los angustia y carcome, por el tiempo que les quede por vivir.
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