Stephanie Seymour tenía 26 años en 1995, cuando contrajo matrimonio en París con Peter Brant, un multimillonario polista, coleccionista de arte y propietario de las revistas “Art in America” e “Interview”, que por entonces llegaba a unos vibrantes, pero definitivamente maduros 48 años. Él era un titán y ella su trofeo, una supermodelo que había servido como musa para Richard Avedon y Azzedine Alaïa, había sido novia de John Casablancas y Axl Rose, y cuyo nombre aparecía constantemente en la lista de las cincuenta personas más hermosas del mundo según “People”, a menudo entre las top diez.
El romance entre dinero y belleza no es inusual, pero el glamour, la extravagancia y la elegancia de esta pareja no eran comparables con las de ninguna otra, ni siquiera en los hedonistas años noventa. Han pasado más de dos décadas desde entonces, y todavía mantienen esa imagen que parece sacada de una novela de Candace Bushnell, con establos llenos de caballos pura sangre, clósets repletos de couture, y dos hijos – Peter II y Harry– que, aparte de hermosos y aficionados a la moda, son también sexualmente ambiguos y maestros en el arte de las redes sociales. La pareja tiene otra hija, Lilly Margaret, que parece más discreta. Stephanie tiene además un hijo, Dylan Thomas Andrews, de una relación anterior, y Peter tiene cinco hijos de su matrimonio previo con Sandy Brant, la mujer que lo abandonó para iniciar un largo romance con Ingrid Sischy, la ex editora de “Interview”, que falleció hace un par de años. Ya lo adivinó: los Brant son una “modern family”. El set de esta historia no podría ser más ideal: una espectacular residencia en las verdes colinas de Connecticut, donde los Brant poseen, entre otras cosas, campos de polo, extensos jardines y un museo privado llamado, para efectos de marketing y –posiblemente tributarios–, “The Brant Foundation”.
Ahí, cada primavera, la familia recibe a unos trescientos invitados a un picnic-vernissage que atrae a dealers, celebridades y coleccionistas, para admirar pinturas y esculturas de Urs Fischer, Dash Snow, Julian Schnabel o Dan Colen, entre otros artistas; pero sobre todo para disfrutar, aunque sea por un par de horas, del estilo de vida de un clan que parece existir para ser admirado. Si la familia mostró una trizadura fue en 2009, cuando los tabloides de Nueva York, saboreando la noticia, anunciaron que Peter y Stephanie habían entablado una demanda de divorcio. Un sucio, sabroso, millonario divorcio.
Los detalles comenzaron a aparecer como sorpresas en una caja de Pandora diseñada por Dior. Ella bloqueó la salida de la casa con su SUV. Él le ordenó a uno de sus escoltas recuperar papeles legales del escote de la modelo. Él quería la custodia de los niños. Ella quería el Basquiat que tenía colgado en su baño. Los dos querían privacidad. Please!
“La verdadera guerra de los Roses”, tituló “The New York Post”, poniéndolos a los dos en la portada. Y entonces, cuando todos esperaban una batalla campal, ocurrió lo más insólito: una reconciliación.
LOS PRINCIPITOS DE CONNECTICUT
En abril de este año, los tabloides neoyorquinos informaron que el primogénito de Peter y Stephanie, Peter Brant II, había pagado una cuenta de dos mil seiscientos dólares en el restaurante Nobu de Tribeca. Por qué se molestaron en publicar algo así, es un misterio, porque cuentas como esas son habituales para Peter y su hermano Harry, dos jóvenes socialités que han redefinido el concepto de hedonismo en la ciudad más hedonista del planeta.
Envueltos en Dior y Balmain, dos de sus marcas favoritas, los hermanos Brant han llamado la atención desde que se asomaron a la adolescencia. Ahora, con 22 y 19 años, respectivamente, tienen toda la libertad que necesitan para desarrollar sus propios intereses.
Mientras Harry juguetea con su imagen andrógina en su cuenta de Instagram, donde tiene casi 140 mil seguidores, Peter II (por favor, no lo llame “Jr.”) hace alarde de su íntima amistad con Olympia de Grecia, la rubia, sexy y muy chic hija de Pablo de Grecia y Marie-Chantal Miller, que se ha hecho su compañera inseparable en los últimos meses.
Por Manuel Santelices
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