Aunque dice estar ya retirado de la escritura, Bryce Echenique es el decano indiscutible de las letras peruanas. En entrevista con COSAS, habló sobre su figura como último miembro vivo del Boom Latinoamericano, fenómeno literario y editorial de los años 60 y 70 que situó en una dimensión inédita a la narrativa y la cultura en la región.
Por Hugo Castignani
Bryce nos recibe muy amablemente en su piso limeño, un agradable departamento con vistas a la ciudad y decorado con cuadros de algunos de sus amigos que, además, coincidieron en ser grandes pintores peruanos: Tola, Navarrete, Rodríguez-Larraín… Entre todos ellos llama la atención una gran pintura en la que Alfredo aparece retratado frente a una playa y con la misma media sonrisa irónica, tan característica de su persona y de su obra, con la que ahora nos acoge.

La vida de Alfredo Bryce Echenique es tan impresionante como cada una de las historias que ha dejado para la posteridad. Hoy en día, ama La Punta, en el Callao, y pasa los días de su retiro entre libros y visitas a sus amigos.
¡Qué maravilla de retrato! Es de Herman Braun, ¿cierto? ¿Dónde estabas ahí? ¿Te lo pintó en París?
Sí, en París.
¿Pero esa playa es francesa?
No, no, es una playa limeña. Son los recuerdos de una playa limeña.
¿Cómo trabajaba Braun? ¿Con una foto tuya? ¿O te retrataba en vivo?
Las dos cosas, las dos cosas. Me tomó una foto en París, pero me puso la playa de La Punta detrás.

José Rufino Echenique Benavente con Elena Echenique Basombrío, madre de Alfredo Bryce.
Cuéntanos, Alfredo, ¿cómo fue llegar a París?
Fue muy duro, yo tenía 24 años, un jovenzuelo. Vivía en un techo, una chambre de bonne, poblado por obreros sicilianos, andaluces, vietnamitas, portugueses. Yo era casi el único letrado, les hacía el correo, mandaba los giros a sus pueblos, los ayudaba con todo.
Nació ahí una solidaridad tan entrañable, y entre todos había un delincuente que se llamaba Bernard que llevaba dientes de oro. Un día perdió uno en el baño y todos ayudamos a buscarlo. Falleció baleado por la policía. Era un techo solidario, once pisos en escalera caracol. Si te olvidabas algo abajo, todos daban la voz: “Voy a bajar, ¿quién quiere algo?”. Me sacaron para casarme, pero recuerdo ese techo como el sitio en que realmente fui feliz.
¿Tenías amigos peruanos allá? ¿Había una comunidad?
Sí, pocos. Pero en la época quien no era de extrema izquierda estaba fregado. Había revolucionarios de todo tipo, como Ricardo Letts, por ejemplo.
Ese tipo de personajes que aparecen en tu novela “La vida exagerada de Martín Romaña”…
Sí. A mí me hicieron algo horrible: vivíamos en el último piso, salí a la terraza y justo lanzaron una bandera que decía “¡Viva la lucha del pueblo venezolano!”, y me pescaron a mí. Me negaron la visa a EE. UU. por revolucionario… ¡pero venezolano! Yo venía al Perú porque era mi primer viaje de vuelta, y el avión hacía escala en Estados Unidos, así que no me dejaron volver.
En París escribes “Un mundo para Julius”, tu primera novela y la que lanzó tu carrera como escritor. ¿Quién fue Julius en la vida real?
Nadie. Julius nace porque yo me siento a escribir de un niño que había muerto, y de repente Julius nació. Puse que nació en un palacio de la avenida Salaverry. Error. Nadie nace en un palacio, salvo un rey. Debí decir mansión. En la traducción al inglés leí “was born in a mansion” y pensé: “Caramba, eso era”.
Bueno, suena un poco limeño eso de hablar de palacios para referirse a casonas y mansiones burguesas, ¿no?
Sí. Pero palacio de verdad tenían los Echenique, en La Victoria.

Alfredo Bryce y Julio Ramón Ribeyro en París.

Alfredo Bryce y Maggie Revilla, el día de su boda, en 1967.
¿Y cómo es que los Echenique tenían un palacio?
Por un apogeo económico. Mi tatarabuelo fue presidente del Perú. Pésimo presidente. Fue el primero en ser “impeached”. Castilla lo saca y lo juzgan. Pero el Parlamento lo absolvió.
¿Y cuando eras chico se hablaba de política en tu casa?
No. Ni mi abuelo, que era nieto del presidente Echenique.
¿Cómo recuerdas el ambiente en tu casa? ¿Era alegre, era más tranquilo?
No, era difícil. Mi hermano mayor era sordomudo y epiléptico. Mi madre lo mandó siete años a Estados Unidos para tratarlo. Yo tenía cuatro años cuando pasó eso, recuerdo ese día, la casa oscura, triste, silenciosa, pero regresó igual, aunque con muy buenos modales en la mesa, porque antes no le gustaba un plato y lo rompía. Después se volvió ciego. Un horror.
¿Cómo era la relación con tu mamá?
Estupenda. Ella me motivó para leer. Contra mi padre, que odiaba que fuera escritor. Quería que fuera profesional. Me gradué de abogado solo para darle gusto. Luego me fui por una beca a Europa. Él no soltó un centavo, pero después me mandaba plata a París. Un día me dijo: “Alfredo, sigue tu camino, con la condición de que sea para arriba”.

Con Pepe Esteban, Luis Ribbs, Benito Taibo y Tania Libertad, en México.

Alfredo Bryce y Carlos Barral en Calafell, 1987.
¿Y cuándo sentiste que llegó el éxito?
La publicación de “Un mundo para Julius”. Fue un libro que tuvo una gran resonancia. Salió en España, en la editorial del Boom, la de Carlos Barral. Yo tenía 27, 28 años.
¿Y te volviste famoso?
Me hice famoso a pesar mío.
¿No te gusta la fama?
No, nunca me gustó la fama. Pero no me quejo de lo que he hecho, lo he hecho bien, lo he hecho a mi manera. Tuve una vida muy plena en Europa, mis viajes, mi vida en Italia fue una maravilla.
Háblanos de esos años, de ese momento a principios de los 70 en el que comienzas a ser leído y se te incluye en el fenómeno editorial del Boom latinoamericano.
Sí, “Boom junior” me llamaban. En esa época, el centro mundial del Boom era Barcelona, muy cosmopolita. Había escritores de toda América. Ahora hay una gran diferencia, la ciudad hoy es más provinciana. Entonces todo era muy bonito, muy movido. Las editoriales eran catalanas. Al igual que el hombre que inició este movimiento, Carlos Barral, con su sello, Barral editores, y su premio, Biblioteca Breve.
¿Y cómo se gesta el Boom? Explícanos un poco cómo funcionó todo eso.
En un principio fueron las editoriales las que lo incentivaron. Pero luego aparece mi agente editorial, Carmen Balcells. García Márquez me llevó con ella porque había mucha piratería, y Balcells puso orden. Era fuerte, de mucho talento y todo un tiburón en los negocios. Por ahí pasaron todos, incluido Mario Vargas Llosa, Julio Cortázar y muchos más.

Alfredo, Julio Feo y Gabriel García Márquez, de regreso de Cayo Piedra, La Habana, 1986.

Los dos Julius y Cinthia de la película “Un mundo para Julius”, de Rossana Díaz Costa.
¿Cuáles fueron tus amigos más cercanos dentro de esa generación?
Mi amigo más cercano, de lejos, era García Márquez. Recuerdo un momento impresionante navegando por el Caribe con Fidel Castro y con el presidente español de entonces, Felipe González, que había ido a sacar a ciudadanos de su país de la cárcel y a negociar. Y me invitaron. También ahí conocí a la monja Teresa de Calcuta.
¿Y qué hacía por ahí? ¿Estaba en tu bote?
¡No! Tras la navegación, vi el encuentro entre Fidel Castro y la monja. Y él le decía: “Usted es una revolucionaria!”, y ella: “Yo, por amor a Dios”. Y este diálogo duró horas. Y Fidel, cuando me vio, me dijo: “Es la primera vez que me visita una santa”. Pero se anticipó, porque todavía no la habían hecho santa. Fidel era muy inteligente. Muy culto también.
¿Gabo cómo era como amigo?
Estupendo, excepcional. Era una persona muy cálida. También vi su decadencia, después de haberlo conocido en plena forma.
¿Cuándo iniciaste tu amistad con Julio Ramón Ribeyro?
En París. Ya estaba casado con Alida; ella fue un personaje de gran mérito, me quería mucho. Formaban una sociedad que funcionaba muy bien, porque Julio Ramón le daba su apellido, información, cultura, y Alida era la de los negocios. Ella se rompía el alma trabajando.
Y de Mario Vargas Llosa, ¿qué es lo que más recuerdas?
Su pasión por la literatura. Cuando lo conocí, yo recién llegaba a París y me lo presentó Mario Benedetti. Le dije: “Acabo de llegar a París”, y él me preguntó: “¿Y qué vas a hacer?”. “Voy a escribir, quiero ser un escritor”, le conté. “¿Y a dónde vas a ir?”. “Bueno”, le digo, “me voy a Italia, a Peruggia, tengo una beca para estudiar italiano, me voy a aislar y a escribir”. Y me apoyó mucho y me dijo: “No dejes de volver y enséñame lo que hayas escrito”. Pues al regresar a París me robaron el manuscrito. Mario casi se muere.

En México con Paco Igartua (poncho ocre), su hermana Clementina y el escritor mexicano Arturo Azuela.

Alfredo Bryce Echenique en Barcelona, 1985.
¿Nunca tuviste la tentación de tocar temas más políticos, como hacía Vargas Llosa, por ejemplo?
No. Para nada.
¿Y cómo ves ahora el fenómeno del Boom, después de tanto tiempo? ¿Detectas algún fenómeno parecido entre los chicos escritores jóvenes, no solamente peruanos, sino latinoamericanos?
No, no lo hay. Sigue leyéndose a los viejos. Jóvenes escritores que escriben muy bien hay unos cuantos, pero ninguno pega el golpe. Ahora los escritores van a Madrid. Es la capital del mundo. Y era una ciudad de porquería hace unos años. Como decía Hemingway, era una ciudad donde todo el mundo se llama Paco. Alfredo Ruiz Rosas, el pintor, y Julio Ramón Ribeyro estaban alojados en una pensión de mala muerte allí, y un día entran a la pensión y la portera exclama: “¡Qué feos son!”, y el portero le dice: “Cuidado, mujer, que son incas”.
Después de París, viviste mucho tiempo en Barcelona. ¿Sigues visitando la ciudad? ¿Cómo ves a España ahora?
Sí, estuve en octubre. Voy a Madrid, Barcelona, Canarias… Madrid está de maravilla. Barcelona ha perdido mucho por su nacionalismo cerrado.
Luego, a tu vuelta al Perú, te fuiste a vivir a La Punta, en El Callao, tan presente en el retrato que te hizo Braun. Ahí has pasado muchos años. Recuerdo que la última vez que te hicimos una entrevista en COSAS todavía estabas viviendo allí.
Sí, claro, me fui a trabajar a La Punta por la tranquilidad. Yo soy el loco de La Punta. Es un misterio La Punta. ¿Cómo es posible que sea el lugar más apacible del Perú y del mundo, cuando al lado está el Callao, que es un barrio maleante? Yo iba desde niño. Después alquilaba un dúplex maravilloso para escribir. Lo dejé por tonto, y cuando quise continuar ahí, no encontré nada igual. Todo lo que me ofrecieron era una porquería. Casas convertidas en desagües, realmente abandonadas.
¿Y qué es lo que haces allá? ¿Escribes, piensas, lees o nada de eso?
Leo y veo amigos. Paseo, paseo mucho por todos lados.

Alfredo Bryce y Mario Vargas Llosa en la Casa de América, en Madrid, 1994.

Alfredo Ruiz Rosas, Doris de Cossio, Julio Ramón Ribeyro y Marita de Ruiz Rosas, 1986.
Coincide que de un tiempo a esta parte has estado un poco más privado que antes.
Claro. Mi último libro se llama “Permiso para retirarme”. Desde entonces me he retirado. Estoy en La Punta todo el tiempo que puedo.
¿Pero de vez en cuando escribes? ¿O realmente te has tomado un momento de pausa, digamos, definitiva? ¿No has pensado en volver a escribir?
Yo creo que sí, ya estoy retirado. Estoy retirado, definitivamente.
Y sin embargo, estoy pensando en la dedicatoria de Martín Romaña donde dices: “Escribimos para que nos quieran más”, pero ya no escribes. ¿Significa que has encontrado otras maneras de ser querido?
Claro, pues, en la práctica. Ya sin lectura. El libro ya no interviene.
Pero tú sigues siendo muy querido gracias a tus libros. Además, siento que eres muy querido también por la nueva generación.
Eso es cierto. Lo sé porque voy a colegios y noto mucho cariño e inquietud. Yo voy, y no es que la gente me descubra, ¡ellos me conocen!
Hablamos entonces de otras formas prácticas de ser querido… por cierto, qué linda esa foto.
Ah, sí, mi novia.

Sí, ya sé, porque salió en COSAS. Nos dieron una entrevista el año pasado en Madrid, ¿recuerdas? ¡Ahí se lanzó el romance!
Ja, ja, ya estábamos juntos hacía tiempo. Cuando voy a Madrid, me alojo en un hotel, en la plaza de Santa Ana, donde hay una terraza muy bonita y ahí me reúno con varios amigos. Ahí nos hicimos la foto.
Se te ve feliz.
Sí, mucho. Es el amor de mi vida.
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