Misia Sert tenía orgullo de sus raíces eslavas. Sus mejillas rojas y rollizas fueron admiradas y amadas en secreto por los pintores franceses del fin de siècle que frecuentaban el salón de piano de su departamento en la rue Saint-Florentin de París. Su encanto no se limitaba a su apariencia: no podía, o no quería, pronunciar la “r” gutural del francés. Sus erres fueron vibrantes. Sin ser particularmente bella, era atractiva como ninguna otra mujer de su tiempo. “Mierricí” habría respondido ante la galantería de los amigos de Thadée Natanson, su primer esposo.
La tragedia y la pasión marcaron la vida de la musa desde antes de nacer. Su madre, Sophie Servais, hija del violonchelista belga Adrien-François Servais, llegó embarazada a San Petersburgo en 1872 para confrontar a su marido, el escultor de origen polaco Cyprien Godebski, por una carta anónima que le avisaba de un affaire que él mantenía en esa ciudad. Al descubrir que la amante en cuestión era su propia tía, Sophie se refugió abatida en la residencia de la familia imperial rusa, donde murió después de dar a luz a Marie Sophie Godebska: Misia.
De Godebska a Natanson
Misia fue criada en Halle, Bélgica, por su abuela materna de origen ruso. Desde temprana edad, mostró un talento excepcional para el piano. Se dice que, de niña, tocaba a Beethoven sentada en el regazo de Franz Liszt. A pesar de un prometedor primer concierto público a los 20 años, rechazó hacer una carrera musical y convirtió sus tocadas de piano en un placer reservado para sus amigos.
Así, un año más tarde, en 1893, Misia se casó con Thadée Natanson, fundador de la revista “La Revue Blanche”. Instalados en París, la publicación se convirtió en el centro de las ideas progresistas de su época. El diseño de la primera carátula fue hecho por Henri de Toulouse-Lautrec con Misia Natanson como modelo; Pierre-Auguste Renoir le enviaba cartas de amor que años después quemó por ser “muy cursis”; Édouard Vuillard le hizo un retrato –y una silenciosa declaración de amor– llamado “La nuque de Misia”: su nuca acariciada por delicadas pinceladas.
De Natanson a Edwards
Cuando los problemas económicos amenazaron la continuidad de “La Revue Blanche”, Natanson tuvo la idea de enviar a Misia a pedirle un préstamo al magnate de la prensa francesa Alfred Edwards. Natanson obtuvo el dinero, pero perdió a su esposa. Misia se casó con Edwards en 1905 y él supo compensar su falta de sensibilidad artística compartiendo su fortuna con ella, como cuando mandó a construir un yate de 35 metros llamado Aimée (“amada”), tal como se pronuncian en francés las iniciales de Misia Edwards, M.E.
La mezcla de bohemia y poder económico de Misia la hizo conocida como ‘La reina de París’. Después de pasear en el yate de la pareja, Maurice Ravel le dedicó la composición “Le cygne”. Pero Misia no duró mucho tiempo como Madame Edwards. Al año siguiente, su segundo esposo se enamoró de la actriz Geneviève Lantelme y, en 1909, se divorció de Misia, no sin antes asegurarle una generosa pensión. Misia, al momento de su divorcio, ya había iniciado un romance con quien se convirtió en su tercer esposo, el muralista catalán Josep Maria Sert.
De Edwards a Sert
De todos los encuentros afortunados que Sert propició en la vida de Misia, ninguno se compara con la amistad del empresario Sergei Diaghilev, creador de los Ballets Russes, por la trascendencia de su trabajo para la historia del arte del siglo XX. La compañía itinerante de artistas rusos fascinó al público francés desde 1908, y necesitó de la generosa contribución de Misia para subsistir. Así, en la noche de estreno del ballet “Petrushka” en 1911, Misia evitó el embargo del vestuario al pagar al contado las deudas que Diaghilev tenía con sus acreedores. Cuando Igor Stravinsky tocó por primera vez su creación para el ballet “La consagración de la primavera”, fue ella quien detectó la genialidad en la composición antes de que lo hiciera el propio Diaghilev. Y estuvo sentada al lado de Claude Debussy en la noche de estreno de la obra en 1913, mientras una mitad del auditorio pifiaba y la otra aplaudía a rabiar, y Debussy le decía al oído: “Es terrible. No lo entiendo”.
Por Caroline Mercado
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