Ha podido entrevistar a Alan García, y ha cuestionado a Hugo Chávez y Álvaro Uribe. Ha viajado por todo el Perú contando historias ajenas. La maternidad y la vida han traído un poco de nostalgia a sus días, que consisten en trabajar y trabajar más, pero dice que ahora sí se toma una pausa… aunque sea para comer.
Ahora que tienes un hijo de siete años, ¿piensas a veces que trabajas demasiado, que el periodismo no es compatible con la vida en familia?
Por supuesto, e incluso le pregunto a mi hijo si quiere que deje de trabajar. A mí siempre me ha gustado la calle, estar en los sitios con la gente: me gusta este trabajo, que con los años, además, te va volviendo más humilde, más consciente y más guerrera. La culpa la cargo sobre mis espaldas todo el tiempo. Pero le pregunto a Kelan, mi hijo, si le gustaría que cambiara de trabajo y me dice que no, pero sí que llegara algún día a almorzar con él. Y se te parte el alma porque, además, no tenemos otra familia aquí más que su papá, que es alemán, y yo. A veces me siento la peor madre por contar la vida de los demás y perderme la de mi hijo, por más que él me diga que no quiere que deje mi trabajo.
Además de muy estresante, el tuyo puede llegar a ser un trabajo peligroso. Llegaron a dispararte en Venezuela…
Sí, es cierto. Aunque he tenido siempre buena suerte con Hugo Chávez. Suena fatal decirlo, pero es cierto. Una de las veces que fui, cuando trabajaba con Hildebrandt, fui con el camarógrafo al Palacio de Miraflores y había como quinientos periodistas. Fui empujando al cámara hasta llegar adelante y, por alguna razón, yo pegaba gritos y Chávez me contestaba. La primera vez que le hice una pregunta fue en el aeropuerto de Lima, cuando llegó casi sin avisar apenas Toledo ganó las elecciones. La última vez que había venido había sido con Fujimori, que protegió a Chávez, así que le pregunté: “Señor Chávez, ¿qué siente de diferente, aparte del clima?”, y al toque pilló la ironía. En la conferencia de prensa posterior, levanté la mano y dijo: “Esa, esa, esa es mala, pero que pregunte”. Lo de los disparos fue cuando él todavía vivía, en una manifestación, y fue la policía: 38 perdigones de goma en todo el cuerpo. En el momento me toqué la espalda y sangraba; pensé: “Me fregué”, pero no eran balas reales, felizmente. Y claro, después de un café y una torta de chocolate, volví a trabajar. Son gajes del oficio, historias de la abuela.
¿En ese momento ya eras madre?
No, pero sí que he tenido miedo después. A veces te entra el miedo cuando vas en helicóptero, cuando haces una nota de desminado… pero es un instinto animal. Uno mide las cosas después. Quizás ahora la pienso más por Kelan, porque creo que mi hijo no puede pagar mis culpas, pero en el momento, cuando veo a personas correr hacia un lado, voy hacia el otro; lamentablemente es un instinto que sigo teniendo.
Hace poco entrevistaste a Alan García. ¿Cómo lidias con personalidades tan difíciles, egocéntricas, poderosas?
Son entrevistas que tienes que preparar y leer y volver a leer. Hay entrevistados que a uno lo retan, y con los que nunca terminas satisfecha. Alan García es uno de ellos: es una lección para cualquier periodista y yo siempre me quedo con la sensación de que nunca lo hice bien, pero te da una dosis de humildad muy grande.
¿Sientes que el periodismo es una carrera en la que has podido ver los frutos de tu trabajo? Suele decirse que es un oficio ingrato…
El periodismo me ha dado mucho más de lo que me ha quitado. Ahora ya no lo sé, porque cuando te haces mayor viene la nostalgia, la culpa como madre, pero como ser humano sí me ha dado más de lo que me ha quitado. Creo que me ha hecho mejor persona, ver otras caras de la vida; me ha permitido estar en lugares que ni en sueños hubiera estado, conocer gente que, en condiciones normales, no conocería.
¿Te sientes peruana?
Una parte de mí, sí. Tengo un hijo peruano, he hecho gran parte de mi carrera aquí, me hice periodista en el Perú. Volví a España a trabajar en la tele, y digo que fue como un parto psicológico porque solo duró nueve meses. Un día me tocó cubrir un incendio en un barrio de gitanos y le dije a la señora cuya casa se había incendiado: “Bueno, separa usted la ropa que le ha quedado, el resto lo bota, pinta la casa y ya está, aquí no pasa nada”; y el camarógrafo me dijo: “Oye, y tú, ¿de dónde vienes?”. Es que cuando uno ve otras realidades, se da cuenta de que no es tan catastrófica la cosa. Una vez, allá, me llamó mi jefe a decirme que no podía trabajar tanto. Porque en Lima te acostumbras a ese ritmo. Pero no aguanté, porque me aburría como las ostras.
Por Dan Lerner