Cuando Marilyn Lizárraga instaló su taller en Lurín, se encontró también con la necesidad de un espacio adicional para descansar e inspirarse durante las tardes de trabajo. Poco a poco esa necesidad tomó la forma de una acogedora casa que habla de su familia, su infancia y su agradecido amor por el barro.
Por Rebeca Vaisman // Fotos de Gonzalo Cáceres Dancuart
Hace casi cuarenta años Marilyn Lizárraga descubrió el material que le cambió la vida. El primer contacto aún lo lleva en la piel. Fue hundir las manos en el barro y sentir que se metía por sus venas. Recordando ese momento, ofrece las manos abiertas y los antebrazos extendidos como prueba. No hace falta: la ceramista y fundadora de Jallpa Nina ha hecho de esta práctica ancestral su modo de vida. Empezó en talleres de cerámica que dictaban Carlos Runcie Tanaka y Ana María Cogorno; luego montó un pequeño horno propio en el jardín de su casa. Mientras su producción crecía, alquiló un local que finalmente, ante el éxito de su marca, le quedó chico. Hace veinte años compró un gran terreno en Lurín, con la idea de tener un taller que pudiese ir creciendo y desarrollándose tanto como lo necesitase. “La casa, más bien, fue apareciendo”, cuenta Marilyn. “Fui necesitando un espacio donde descansar, pasar un rato, y quedarme a dormir cuando había una producción exigente”. Y ese proyecto que inició como una necesidad se convirtió en un espacio vivo que reúne todo lo que para Lizárraga es más importante.
Encontrar el lugar
El terreno contaba con una casa cuadrada de dos plantas y cuatro dormitorios. El programa era bastante simple y la arquitectura no tenía nada especial. Durante la primera época, Marilyn llegaba con una canasta y una lonchera y comía algo en la huerta. El resto del tiempo lo pasaba en el taller. “Entonces me dije que tenía que hacerme algo rico para estar, para disfrutar este lugar además de trabajar”, explica la ceramista. Empezó por ganarle espacio al techo del primer piso construyendo un deck de madera sobre el cual está la zona social de la casa: una acogedora sala llena de cerámica y de verde, y el comedor donde Marilyn atiende a sus invitados. Dado que sus dos hijas, Penélope Alzamora y Brisa Deneumostier, se dedican a la cocina, este espacio también tomó importancia, generándose dos ambientes y una barra para disfrutar conversaciones mientras las ollas están en el fuego.
Luego se levantó un tercer nivel. Ahí, Marilyn ha ubicado un espacio límpido para practicar yoga y meditación, y también ha diseñado su notable dormitorio: amplio, con varios pequeños ambientes, tiene una cama de estilo colonial que mandó hacer a un carpintero de Lurín, también una salita alrededor de la chimenea, y un escritorio para cuando tenga que trabajar hasta tarde. “Me encanta abrirle la puerta de esta casa a mis amigos, hago almuerzos, a veces hago pachamanca”, continúa Lizárraga. La casa meramente funcional se transformó en un hogar acogedor, lleno de cerámica de Jallpa Nina de todas sus colecciones y de piezas escogidas por Marilyn, quien ha disfrutado con cada adición. Como cuando se hizo de dos sillas de madera que encontró en Catacaos y que envió a Lima en bus. “Es un madera que hay en el norte”, explica Marilyn, señalando las huellas del tiempo sobre el noble material. “Es que yo de niña viví en una hacienda en Sullana”.
Y esa revelación hecha nuevas luces sobre esta casa de Lurín, que evoca ese espíritu de casa de hacienda, y que para Marilyn tiene que ver con años felices de su niñez. “Dentro de mí siempre está ese goce que fueron los primeros años de mi vida en la hacienda Huangalá y en Sullana, y yo creo que por eso la primera vez que toqué el barro me conecté con esa parte de mi vida, con la tierra, con la naturaleza en la que crecí”, reflexiona la ceramista. De alguna manera, como sucedía con esas casonas antiguas rodeadas de campo, su casa en Lurín trasciende el tiempo: busca piezas con historia que hallan un lugar y que luego no son renovadas, no pasan por un capricho de decoración. Buena parte de los materiales usados aceptan la tierra y el tiempo. Y al permitir que los troncos de los árboles que ya existían atraviesen el deck y que las enredaderas y jazmines se descuelguen del techo, Marilyn Lizárraga quiso sentirse parte de la naturaleza. Es lo mismo que quiere lograr cuando trabaja la cerámica.