En el marco de Bienalsur, se exhibe en el Centro Cultural de Bellas Artes una muestra de las artistas Adriana Bravo e Ivanna Terrazas que ubica al espectador frente a un tema todavía tabú en esta parte del continente.
Por Javier Masías @omnivorus
Dos chicas, un beso en la vía pública y un par de videos que lo retratan. Nada de esto sería extraordinario en las calles de Ámsterdam o de Buenos Aires. En La Paz, ha causado una pequeña revolución. A fin de cuentas, no son dos mujeres cualesquiera. Son dos cholas vestidas con todo el fasto que acostumbran llevar las mujeres más poderosas de la nueva burguesía aymara, un mundo complejo e inexplorado cuyos alcances y referentes se extienden hacia muchos aspectos de la cultura del Perú.
Para entender la acción en su dimensión plena, hace falta un poco de contexto: si bien en Bolivia nunca se han criminalizado en la legislación las prácticas homosexuales entre adultos con mutuo consentimiento, me dice Adriana Bravo que ha habido momentos oscuros. Cuenta la historia que en 1974, el dictador Hugo Banzer, fascinado por los bailes de Barbarella en La Paz, se dejó besar en pleno carnaval. La noticia se extendió por todos los rincones del país. Cuando Banzer supo que Barbarella era un travesti, su ira fue tan grande que, según el mito, prohibió la presencia de travestis en la Asociación de Conjuntos Folklóricos de La Paz y se inició una feroz persecución.
Este beso de chola evoca en Bolivia ese otro beso icónico, esa licencia del carnaval que, excepcionalmente, subvierte los cánones y normas socialmente establecidos en un mundo como el aymara, poco dado a las expresiones públicas de afecto. No es casual que la idea naciera de una experiencia de Adriana, durante una de las tantas fiestas que se suceden en los famosos cholets (esas coloridas edificaciones andinas), donde se organizan reuniones en que las mujeres aymaras cierran negocios y hablan de inversiones; son mujeres que entienden plenamente el poder que representan sus trajes típicos: si un terno Armani es la armadura de los ejecutivos del siglo XXI en Occidente, estas polleras de lujo lo son de las comerciantes del altiplano.
La fiesta a la que asistió Adriana tuvo lugar durante las celebraciones de El Gran Poder (una suerte de carnaval que hunde sus raíces en siglos de sincretismo religioso), y allí constató el interés de una mujer aymara por una amiga suya. En ese entorno permisivo, luego de días de alcohol, intuyó que de pronto era posible un beso público entre dos mujeres.
Adriana tuvo una idea: convertir el beso en una acción y ver qué ocurría después. “Dos mujeres vestidas de pollera besándose, tratando de encarnarse y mimetizarse, ambas experimentando un proceso performático transgresor; siendo este el material en bruto que asienta una imagen, la inoculación de un ósculo que hackea, y se viraliza en la configuración binaria de la sexualidad”, refiere. “La construcción de identidad es una situación líquida, cambiante, que depende de las decisiones que construyen el aliento de nuestro presente”.
La performance ocurrió en la calle, en distintos escenarios. Uno de los más interesantes fue en uno de los teleféricos que atraviesan La Paz. “Estaba una pareja heterosexual besándose cuando subimos. Empezamos a besarnos. El hombre volteaba a mirar con curiosidad, mientras la mujer reprimía ese interés”, refiere. “El beso de chola erotizaba a la gente y, con ello, se daban distintas maneras de afrontar ese sentimiento”. Recibieron insultos, las mandaron a misa, a ver películas con Charlton Heston y, también, algunos piropos. La mayoría miraba pasmado. La difusión de la obra ha tenido consecuencias. Por un lado, se ha despertado el interés de publicaciones de arte latinoamericanas; y, por otro, se han iniciado algunos movimientos. “Ahora hay toda una movida de chicos en Cochabamba que se retratan besándose en la calle”. ¿El inicio de una revolución? Quién sabe.