A los cuarenta y tres años, la supermodelo estadounidense no le teme al paso del tiempo. “Hay un punto en la vida en que una debe dejar que las cosas sigan su curso”, dice. También asegura que, a través de su nueva website, quiere recuperar el “optimismo y la ingenuidad” de su país, dos cosas que al parecer huyen en estampida actualmente.

Por Manuel Santelices

Puede que Carolyn Murphy tenga el contrato de belleza más largo en la historia del modelaje –diecisiete años con Estée Lauder–, sea una de las modelos mejor pagadas y más famosas del mundo, haya aparecido en decenas de portadas de Vogue y Harper’s Bazaar, participado en campañas para Versace, Burberry, Tom Ford y Louis Vuitton, y que a los cuarenta y tres años siga manteniéndose en la cúspide de una profesión que suele deshacerse de mujeres pasadas la veintena, pero eso no significa que se sienta parte de la industria de la moda o, como ella la llama, “el circo”.

En 2013, con su expareja el fotógrafo y tablista Lincoln Pilcher, con quien salió por tres años.

En cambio, por estos días se encuentra renovando su nueva casa en los Hamptons, durmiendo en un colchón inflable y duchándose con una manguera en el jardín, y pensando en su próximo paso: una website llamada Mamma Murphy –que es como la conocen los muchos amigos que buscan constantemente su consejo–, donde ofrecerá sus productos fabricados en Estados Unidos.

En 2015, con su hija Dylan Blue. Hoy, Dylan tiene
diecisiete años.

La vida se ha encargado de abrirle los ojos y la mente. A los veinticinco años, cuando estaba en el momento más alto de su carrera, se enamoró, se mudó a Costa Rica con su exmarido, Jake Schroeder, el padre de su hija Dylan, y vivió allí en la forma más rústica y simple, dedicando la mayor parte de su tiempo al surf. “Cuando cumpla setenta, espero estar viviendo en un bosque y con mi pelo hasta la cintura”, dijo hace unos años, imaginando su futuro. “Espero estar escribiendo allá arriba, en mi casa en el árbol, y tener una pareja a mi lado. Voy a tener un catamarán cerca y andaré desnuda todo el tiempo”.

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En 2001 llegó a un momento crítico: su carrera pareció estancarse; estaba con una hija recién nacida, tramitando su divorcio, viviendo en una casita en el campo al norte de Nueva York y pensando en qué hacer con su futuro. Fue entonces cuando sonó el teléfono con la oferta de Estée Lauder. “Fue uno de los mejores momentos de mi vida”, asegura.

Según dice –aunque cuesta creerle–, de adolescente fue considerada un patito feo. “A menudo pensaba: ‘¿Por qué no les gusto a los hombres?’. Pero durante su adolescencia sufrió una transformación. “Mi mamá, que estaba preocupada porque sentía que yo no tenía seguridad en mí misma, me inscribió en un colegio para señoritas, y al final de las clases nos entregaron a cada una un número y nos pidieron hacer una rutina con la música de ‘Vogue’, de Madonna, que justo había aparecido ese año, frente a todas las agencias de modelos locales”.

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“Al día siguiente, en una pizarra, los agentes pusieron junto a su nombre los números de las chicas en que estaban interesados y el mío estaba en todas las listas. No podía creerlo, pensé que era una broma o una equivocación. Aunque empecé a trabajar como modelo a los diecinueve años, mi shock no desapareció hasta alrededor de los veinticinco. Todo ese tiempo me sentí como una outsider en el mundo de la moda”.

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“Hay que aprender a ser hermosa de adentro hacia fuera”, dice a propósito de su noción de belleza. “Una de mis ídolos es Georgia O’Keeffe: ella tenía arrugas, el pelo blanco y estaba bien consciente del poder que traen los años. Me encantaría envejecer como ella”