Octubre se tiñó de morado y nos aferramos al turrón. Con todas sus calorías. Con sus grageas incómodas y mensajes secretos escondidos en rompemuelas, que resultan siendo siempre los mismos, pero ansiamos leer. Porque si el caramelo no viene con mensajito, ¿es turrón de doña Pepa? Porque si se rompe el mensajito, quiebras como sea la dulce piedra que lo atrapa y lo liberas al mundo. “Camarón que se duerme se lo lleva la corriente”, me tocó este año en el primero. Luego se sumaron otros, este año no tanto, pero sí algunos nuevos e interesantes mejoras que nos alegran el espíritu dulcero. Porque, ¿Cuándo te cansa un turrón? Nunca ¿Cuándo te atormenta la culpa? Después del tercero. Sí. Siempre después del tercero.

Por Paola Miglio

Instagram: @paola.miglio

Turrón de doña Pepa. Octubre de miel de frutas. Lo único que esta diabólica pandemia no puede arrebatarnos este mes. Y no nos pudo quitar tampoco en 2020: a los creyentes, sin procesión del Cristo Morado (no es lo mismo el fervor en vivo, aunque no crean, la energía es brutal). Los constantes pudimos retomar este año las visitas esporádicas a las Nazarenas desde setiembre, todo bajo mucho control y con poco aforo. No se sabe si se mantenga el tema en octubre o cómo cambie por la afluencia de gente. Por lo menos, por ahora, las ofrendas se dejan en cajas de cartón, no hay velas que prender y el aroma a palo santo solo se percibe en el exterior. Eso y la algarabía que rodea el ritual: en las calles aledañas de la iglesia que rinde tributo a la imagen se ordenan los fieles para ingresar con algunas peticiones inmensas (y otras más triviales por si cuelan), hay paseíto por los íconos turroneros con picoteo de rosquitas incluido, compra de velas para el altar casero y búsqueda de Milagritos bañados en aguas benditas. El velón morado con dorado  obligado para que lo bueno venga y se vaya, finalmente, el espanto.

En este jolgorio de dulce y rezo, los turrones han comenzado a atiborrar redes sociales, panaderías y hogares. Hasta para comer al paso. Algunos restaurantes, incluso, desde hace ya algunos años hacen mejoras en sus recetas y lanzan versiones que se ajustan a la tradicional. Porque no, vamos a dejar algo bien claro, turrón de miel con grageas no es turrón de Doña Pepa. La ejecución de la receta plantea retos y hay que tomárselos con seriedad. Las variaciones pueden existir, pero la esencia permanece, esa del corte firme pero la masa suave, los colores no fosforescentes, la miel de frutas que se hace con frutas y no es chancaca o miel de abejas a las que se les pasa una hoja de higo como si fuera un resbalón.

El chef Flavio Solórzano, dedicado con pasión en los últimos años a investigar este postre tan temperamental, cuenta que hay varias teorías sobre su origen, como por ejemplo aquella que le otorga raíces moriscas; otros anotan que la palabra proviene de “terrón” y trata de representar a la tierra en sus capas; y hay una, a la que más se aferra, que indica que en castellano antiguo significa tostar, la clave para potenciar sabores: tostar las especias, incluso las de la miel y la harina de la masa. El turrón indicado será aquel que no tenga un color amarillo naranja descontrolado; en el que aquella bestia indomable llamada miel de frutas mantenga una densidad correcta en la capa superior sin venirse abajo en abundancia ni dispare amargores; aquel que un tenedor trinche firme, pero suave, que no atraviese la masa tan rápidamente, pero tampoco tan lento; y el que en boca logre en conjunción crocante, una amalgama en la que se distingan texturas y se puedan morder. Hay que recordar que la masa del turrón es salada y el dulce lo da la miel, una con tintes ácidos, los suficientes como para que después de cada bocado se limpie el paladar y se siga con el siguiente, uno tras otro, y otro. Y uno más. Hasta que sin saber cómo, ni cuándo, ni por qué, nos bajamos un kilo.

Así que el control también es la clave en esta relación. Que octubre no nos conduzca al desastre. Mientras tanto, y como no los voy a dejar sin decirles cuáles comprar, pues de lo poco que pude probar hasta el momento van (sí, sí, seguro me va a faltar el que solo ustedes conocen y resulta es el mejor, pero vamos, síganme la cuerda que es un humilde aporte). El que nunca falla, el de Tanta, versión revisada durante años por la pastelera Astrid Gutsche. El histórico, el del Señorío de Sulco de Flavio Solórzano, que más se asemeja a lo que sería la receta original. La joven revelación, el de la Teoría de los 6 Cafés de la repostera Alessandra Ribeyro, que el año pasado logró un estreno de campeonato entrando de saque al top cinco en todas las pruebas que hicimos. El de toda la vida, el de Italo, cuyas planchas desprenden esos aromas de recién horneado allá en su entrañable cafetería de Magdalena. El que si se consiguen la hacen, el del Club Nacional, que solo le venden a los socios, pero es el turrón más traficado de Lima y seguro alguien se los puede conseguir. Y el de mi abuelo, al que regresé hace una semana, aprovechando que se agradece siempre al Cristo Morado de paso se endulza la tarde en este huarique panadero al que me llevaban desde pequeña y queda en la cuadra cuatro de Huancavelica. Cola corta y veloz y turrón que sale como cancha en cajas de kilo y medio kilo. Del año pasado a este, el turrón de la Panadería Nazarenas recuperó su encanto (no sé si es porque fui en setiembre y no hay tanto alboroto): la masa consistente, crocante, la miel en su punto y no muchas grageas, como me gusta. Repetimos un bocado que desata el recuerdo. Vayan.

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