Miguel Cruchaga dirige el recorrido a través de su último proyecto: su propia casa. Y hace una necesaria reflexión sobre el rol del arquitecto en la ciudad, la enseñanza y la creación contemporánea.
Por Rebeca Vaisman / Fotos de Gonzalo Cáceres Dancuart
El jazz nace en el salón, y el fraseo alcanza, a menor volumen, cada habitación. Miguel Cruchaga se confiesa un apasionado de la música. Él mismo diseñó la gran pieza escultórica que sirve para guardar su colección de CD, así como el mueble que ha bautizado como “Transformer”, con cajones que se abren y desaparecen para maniobrar o esconder el equipo de música, los parlantes y el bar. El arquitecto se ha mudado recientemente y aún no termina de instalarse por completo. Su propia casa es también su último proyecto, completado tras un proceso creativo que ha tomado tres años. “Cuando uno hace arquitectura, siempre existe un cotejo con los gustos y las necesidades del cliente”, explica, mientras busca el botón que regula el volumen de la música. “En ese cotejo, ocurren transacciones con las que el arquitecto no necesariamente está de acuerdo. Pues bien: cuando uno hace su propia casa, tiene que estar de acuerdo con todo. No hay pretextos para que las cosas no salgan como uno quiere”. De pie en medio de la sala de doble altura, que es el corazón de su casa, Cruchaga habla como arquitecto y también como habitante. Y da inicio al recorrido.
La casa original, en la esquina de la cuadra sanisidrina, no funcionaba porque su emplazamiento no aprovechaba el terreno. Había que empezar de cero una construcción que sacase provecho de su ubicación, teniendo en cuenta otros edificios y elementos de la cuadra. El proyecto se ubicó hacia un punto de fuga: un pequeño parque triangular que articula la calle, y que constituyó, para el arquitecto, el paisaje hacia el que debía mirar la casa. El jardín se ubica estratégicamente bajo ese punto, de tal modo que las plantas y los árboles propios parezcan una continuación del parque público.
La casa se desarrolla a través de planos y líneas a desnivel que se acomodan sobre sí buscando la luz natural y la vista. A la vez, la privacidad se asegura con una fachada sólida, compuesta por dos grandes bloques y discretas celosías de madera. La comunicación con la ciudad tiene lugar a través de un lenguaje de detalles: el segundo piso se guarda a través de ventanas y tapas que, por fuera, tienen pintado un diseño que reconoce con amabilidad y humor la mirada del otro. Cruchaga jugó con la línea de su tercera planta, haciéndola curva y perdiéndola en el punto en el que se encuentra con la edificación vecina, de solo dos pisos. Finalmente, la pared cerrada del ingreso principal es también el lienzo sobre el que las sombras de la mañana pintan cuadros en movimiento.
De regreso al interior de la casa, Miguel Cruchaga sube las escaleras y conduce a su espacio favorito: la mezzanine del segundo piso, justo sobre la sala principal, donde el arquitecto suele leer. Desde su silla de cuero negro, la vista alcanza el jardín y el fondo del parque, y domina toda la casa. Esta altura, esta distancia, le permiten descansar.
Existe una anécdota de la infancia que Cruchaga suele contar a sus alumnos: cuando era chico, y como parte de un ritual de iniciación tan inocente como cruel, se vio perdido en los corredores subterráneos de una antigua hacienda. Cada trecho era más profundo y más oscuro, y llegó a sentir que estaba perdiéndose en el centro de la Tierra. “Bueno, la arquitectura es todo lo contrario”, reflexiona sonriendo el arquitecto, muchas décadas después de esa aventura. “La razón de ser de la arquitectura es internarte en un túnel donde todo te provoca, nada está previsto y toda sorpresa es grata. La función de la arquitectura es hacerte vivir bien”.
Cruchaga recibió el Premio Nacional de Cultura en 1972, y a su carrera creativa se suma su participación en el ámbito político, como senador y presidente del Instituto del Ciudadano, entre otras actividades. Pero los últimos veintidós años ha volcado sus esfuerzos principalmente en la enseñanza, como decano de la Facultad de Arquitectura de la UPC. Las nuevas generaciones de arquitectos, que él mismo contribuye a educar, reciben un contexto muy distinto a aquel que lo animó a convertirse en arquitecto. Miguel Cruchaga lo sabe. Lima es hoy una ciudad de bypasses imposibles y áreas verdes malogradas, sin aquellos concursos que resultaron en obras públicas como el edificio del antiguo Ministerio de Pesquería (hoy sede del Ministerio de Cultura, de quien Cruchaga es autor junto con Emilio Soyer y Miguel Rodrigo). Cruchaga reconoce que el contexto para los nuevos arquitectos es hoy más difícil: “Se necesita un enfoque visionario para solucionar esta situación, pero la respuesta no la tengo”, admite, con su voz sobre el jazz que aún suena. “La forma de enfrentarme a ese reto es enseñar”. Asume una misión grande y compleja, con desniveles, relaciones y conflictos. Como una casa.
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