En medio de la campiña arequipeña, aparece como una postal de temática bucólica el molino de Sabandía, una construcción con cuatro siglos de historia que sirve como testimonio del más clásico y representativo estilo arquitectónico de la Ciudad Blanca.
Por Jimena Salas Pomarino / Fotos de Jorge Rubio
La música del manantial haciendo percutir piedra contra piedra obliga a estarse quieto. El gentil paseo del agua acompaña la visión de árboles centenarios, cansados sauces llorones y molles de formas caprichosas y frondoso follaje que enmarcan el edificio.
Unos pasos más allá, la textura áspera y porosa del níveo sillar aparece en el paisaje, tomando forma en el pequeño patio de ingreso. En este punto, se vuelve obligatorio hacer una pausa junto a la pared de la escalera, para entender la estructura y perderse un momento más en el sonido de la cascada y de las hojas de los árboles. Acabado el sueño en vigilia, se distinguen los dos canales que bajan a ambos lados de la escalera. Estos transportan el agua que cae y, desde hace cuatro siglos, permite que el viejo mecanismo se mantenga en movimiento.
Historia viva
El molino de Sabandía es un símbolo de la arquitectura rural arequipeña. Consiste en una planta rectangular hecha de sillar, con techos abovedados y contrafuertes en los elevados muros. La estructura original se mantiene desde su construcción, en el año 1621, y, gracias a su belleza monumental y valor histórico, ha sido oportunamente salvada del abandono y de los embates del tiempo.
Sus macizas paredes de metro y medio sostienen los más de cinco metros de altura que se alcanzan en la clave, que es la última piedra ubicada en el punto más alto de la bóveda. En el interior, se puede encontrar varios sótanos y diferentes niveles, ya que justamente este tipo de molinos debían ser construidos en zonas en pendiente, con la inclinación necesaria para que el agua cayese por efecto de la gravedad.
En sus orígenes, el edificio funcionaba como una suerte de fábrica orientada a brindar el servicio de molienda de granos. Los sacos de maíz, trigo y cebada eran transportados por burros, para, luego, preprocesar el producto que sería finalmente triturado con ayuda de las piedras y la fuerza del agua. En su momento de auge, se llegó a producir más de ochocientos kilos diarios de harina de diversos cereales, en una jornada de ocho horas de trabajo.
Sin embargo, con el paso de los años y el desarrollo de procesos industriales, los encargos para la producción fueron menguando, lo que hizo que el edificio quedara prácticamente en el abandono. El desuso hizo lo suyo, el tiempo otro tanto, y alguno que otro terremoto terminaron de dejar la edificación en ruinas.
Una nueva vida
Afortunadamente, ya entrados en el siglo veinte, durante la década de los setenta, el Banco Central Hipotecario del Perú tuvo el acierto de recuperar varios monumentos históricos de la Ciudad Blanca. Entre ellos, el molino de Sabandía. La colosal tarea de restauración fue asignada al arquitecto Luis Felipe Calle, quien se vio obligado a reconstruir el edificio casi a ciegas, ya que, debido a su antigüedad, no existían siquiera planos.
Calle se mudó a una carpa, dormía casi a la intemperie para poder estar cerca del molino. Entrevistó a muchos campesinos de la zona para poder ensamblar las piezas de este complejo rompecabezas y, finalmente, volver a poner en pie una magnífica pieza histórica que, de otra forma, se hubiese perdido para siempre.
En uno de los ambientes de la antigua fábrica, hoy adaptada para uso residencial, está colgado el retrato de un anciano chacarero de sombrero y bigote. Se dice que fue la última persona que vio el molino en funcionamiento, y quien con sus relatos ayudó al arquitecto en la reconstrucción fidedigna del espacio.
En la actualidad, el sobrino del arquitecto restaurador, Juan José Calle, se encarga de mantener el terreno y de resguardar el molino para el disfrute de sus visitantes. Aunque por la pandemia los servicios turísticos se han visto recortados, todavía es posible ir a conocer y contemplar la imponente estructura, sus arcos y muros, el verdor circundante, los animales que transitan por el entorno y, sobre todo, la fascinante tecnología del siglo diecisiete que todavía cumple magníficamente su función, rompiendo cualquier absurdo principio de obsolescencia. Con su manantial y pequeña cascada, su sillar y sólidos contrafuertes, con su arquitectura testaruda que ha obligado a hacer malabares para adaptar sin intervenir, el viejo molino de Sabandía ha sabido hacerse inmortal.
Artículo publicado en la revista CASAS #292