Víctor Delfín Ramírez (Lobitos, Piura, 1927) nació junto a al mar, y deja claro que no podría vivir lejos de él. Pintor, escultor, dibujante, escritor, actor aficionado y un personaje activamente ligado a nuestra realidad política y nacional, Delfín es muy probablemente uno de los artistas vivos más prolíficos y proactivos en nuestro país. En esta entrevista, comparte espacios de su casa-taller en Barranco, el distrito de sus amores.
Por Jorge Riveros Cayo Fotos Vinicios Barros
“La facultad que tiene un creador es su propia manera de percibir el mundo y de existir en el mundo. Entonces, no podría vivir en un departamento construido por otro, rodeado de vecinos, porque me he acostumbrado a este aislamiento, en un lugar tan privilegiado que me permite alternar, pero sin tener que convivir, con la presencia de problemas que se generan en las vecindades Eso no lo soportaría. Este espacio me permite vivir de una manera aislada y, paradójicamente, acompañado, porque a mí no me faltan visitas. Soy un ser gregario, me gusta conversar y participar de ideas con otras personas”.
Víctor Delfín tiene 96 años y una memoria prodigiosa. Recuerda detalles que le permiten reconstruir historias en su mente. Por momentos, pareciera que las estuviese reviviendo. Se sienta junto a un calefactor, en el amplio espacio que antecede a su taller, dentro de la casa que empezó a concebir en algún momento de los setenta. Sin embargo, el origen de esta historia se remonta a 1965, a su retorno de Chile. “Me fui a asilar a la casa de mis suegros, en La Punta”, cuenta. “Vivía en un dormitorio construido sobre unas rocas que el mar golpeaba”. Pero él sabía que quería mudarse a Barranco.
Llegó a ocupar la casa que habitó César Moro, aquel espíritu surrealista que vivió en Bajada de Baños 403. “Tenía todas las características de la casa de un poeta”, detalla Delfín. “Estaba decorada con conchitas y figuras de flores”. Tiempo después, hizo amistad con sus vecinos, los integrantes de la Agrupación Espacio, movimiento modernista fundado por Luis “Cartucho” Miró Quesada, que agrupó a arquitectos con creadores tan disímiles como el pintor Fernando de Szyszlo, los compositores Celso Garrido Lecca y Enrique Iturriaga, la poeta Blanca Varela y el escritor Sebastián Salazar Bondy, entre otros.
Los encargos artísticos y la fama crecieron. Entrados en la década del setenta, Delfín necesitaba un espacio más grande para vivir y trabajar, y le llegó el dato de una vieja casona alzada sobre el acantilado barranquino, al final de la calle Domeyer, en la zona conocida como el Barrio Inglés. “Parecía una casa de brujas; estaba en total abandono y había que arreglarla, pero me gustó el espacio”. Así que la compró.
“La casa es como una piel donde uno disfruta de esa corteza que ha creado. Un espacio donde uno puede estirar los brazos, gritar, cantar, bailar, sin pedir permiso a nadie. Es la libertad que he buscado. De otro lado, es la estética personal que uno tiene. Cómo me gusta vivir. En qué espacio me gusta tener mi hábitat para trabajar, leer, dormir, hacer el amor. Todo eso es la conjugación de un sueño”.
En aquella casona estilo Tudor que hoy es un hotel manejado por sus hijos, vivió unos años, hasta que empezó a plantar árboles sobre la pendiente del acantilado donde termina la propiedad. Fue entonces que decidió construir una piscina de piedra e iniciar un nuevo proyecto: la construcción de su casa-taller.
“La mayoría de artistas que han tenido la oportunidad de salir de la pobreza –porque los artistas por lo general son gente de origen humilde– ha tenido esa búsqueda de un aislamiento y de hacerse un espacio propio de acuerdo a su temperamento. Hay una manera de concebir la existencia que uno tiene, de coincidir sus maneras, sus caprichos, sus rutinas”, explica Delfín. “Uno va creando su mundo como un pájaro va creando su nido. Es lo natural. A mí no me parece nada extraño lo que he conseguido, rompiendo ciertas reglas que los demás no pueden romper porque llegan a una casa que ya está hecha”.
La actual casa-taller de Delfín fue diseñada por él mismo, con sus propias exigencias y requerimientos para desarrollar su trabajo y vivir en paz. Eso sí, siempre junto al océano. “En la noche, duermo con las ventanas abiertas para sentir el sonido y olor del mar. Yo no podría vivir en otro lugar. He vivido lejos del mar y lo he extrañado, lo he echado de menos”.
Actualmente, la guarida del artista puede ser visitada, previa cita, para admirar la diversidad de sus obras: pinturas, esculturas; cóndores, caballos. Con suerte, se puede llegar a solicitar una reunión con el maestro, para conocer de primera mano sus vivencias y logros. En tanto, él sigue desarrollando ideas y concluyendo proyectos, como publicar un libro de cuentos o terminar un espacio con columnas donde exhibirá sus trabajos más grandes.
“Me han dicho que mi casa es una de las mejores obras que he hecho. Siento placer cuando me asomo y miro la piscina, cuando subo los escalones y contemplo el techo desde arriba, que no es convencional sino, más bien, curvo, porque rompí con esa monotonía de los techos planos que abundan en Lima. Me gusta romper con los espacios. Es un juego hermoso. Siempre buscando la luz como elemento indispensable. Le he puesto mucho cariño. Porque, además, las cosas que se hacen con amor, que se hacen con pasión, siempre salen bien. Eso ha sucedido aquí y me siento satisfecho”.
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