Con miras a generar un legado que oriente la transformación arquitectónica del barrio de Tacuba, el arquitecto Inca Hernández dio nueva vida a una antigua casona abandonada, restaurando y reinterpretando su valor patrimonial, artístico y artesanal.

Por Giacomo Roncagliolo Fotos de João y Nicolas Milion

Tras llevar afincado algunos años en México, trabajando en Puerto Escondido junto a profesionales como Tadao Ando y Álvaro Siza –ambos galardonados con el Premio Pritzker–, el arquitecto venezolano Inca Hernández se trasladó a Ciudad de México para dirigir un proyecto que requería de una mirada atenta, rigurosa y distinta de la que suele encontrarse en el mercado inmobiliario. Un grupo de socios, todos muy vinculados a la colonia Tacuba, habían tomado una antigua casona ubicada en la calle Mar Mediterráneo para intentar transformar sus ruinas en un conjunto de espacios habitables. Frente al paradigma de gentrificación, que pedía derrumbar por completo el inmueble, transformarlo en un edificio de departamentos y elevar así el precio del suelo, Hernández planteó una alternativa mucho más valiosa: por un lado, restaurar los elementos originales a los que aún les quedara vida; por otro, realizar una intervención sostenible, que aprovechara y realzara la esencia histórica de aquella casa construida en 1910.

El presente de una ruina

Tacuba es uno de los veintiún Barrios Mágicos de la Ciudad México: áreas urbanizadas y turísticas donde se concentra y se protege la historia y la cultura de la capital. Su importancia data de la época prehispánica, cuando constituía uno de los señoríos mesoamericanos, y atraviesa toda la historia de México hasta llegar a la época del Porfiriato, cuando las familias de mayor prestigio instalaron allí sus refugios campestres y lujosos, apartados del centro de la ciudad. Fue el caso de esta casona de estilo afrancesado y ecléctico, perteneciente a la familia Garnier, que, años después, durante la Revolución mexicana, acabó desocupada, redensificada y transformada en vecindad, hasta finalmente ser abandonada, hace aproximadamente cincuenta años.

La primera parte del trabajo de Hernández consistió en restaurar la crujía frontal, cuyo valor histórico y artístico había sido verificado por el Instituto Nacional de Antropología e Historia y el Instituto Nacional de Bellas Artes. En esta fachada, se recuperaron múltiples elementos artesanales: la cantera labrada de los balcones y dinteles, los barandales de hierro, los grandes ventanales y las tejas de cristal que coronan la cornisa.

El sistema de vidriado y prensado que se había utilizado para crear estas últimas piezas era tan único que, en la actualidad, no podía recrearse, por lo que representó un deber histórico realizarles un tratamiento que las hiciera recobrar todo su esplendor, testamento de la identidad de la colonia Tacuba. Cada proceso, además, fue trabajado de la mano de artesanos locales que sumaron su experiencia al proyecto.

Para la segunda crujía, aquella compuesta por el patio principal y las estructuras de la parte posterior, el trabajo tuvo que ser mucho más profundo. Debido al riesgo de colapso, fue necesaria una reconstrucción total de los espacios, que, sin embargo, procuró respetar el área perimetral, las proporciones y las alturas, y asimismo, reutilizar los ladrillos del edificio original. De esta forma, Hernández consiguió realizar una reinterpretación del pasado que hoy deja intuir el espíritu de la antigua construcción, al tiempo que añade cierto carácter contemporáneo y minimalista a sus pisos, muros y ventanas. Un ejemplo de ello fue el diseño del rodapié hecho con cantera negra, que atraviesa toda la casona, desde la fachada hasta la segunda crujía, tal como lo hacía a comienzos del siglo XX.

Sello contemporáneo y respetuoso

Las áreas interiores, por su parte, fueron un campo prácticamente libre para la remodelación. A partir del diálogo con los socios que vivirían en cada una de las unidades habitables, se diseñaron espacios únicos que se adaptaran a sus necesidades y personalidades, fuera como lofts, como pequeñas casas, como penthouses o como viviendas familiares. Si algo homogenizó la propuesta de Hernández fue el enfoque introspectivo de todos ellos, que priorizó la tranquilidad y el silencio, y que aprovechó la existencia previa de dos patios secundarios. Estos ingresos de luz y ventilación fueron repotenciados con la implementación de celosías que mitigaran la iluminación solar y de árboles que pudieran servir como punto de descanso visual y fuente de bienestar.

Convencido de que en esta casona se sintetizaba una serie de valores patrimoniales, históricos y artísticos, el arquitecto Inca Hernández se aseguró de proteger y rescatar su identidad emblemática, que no solo habla de un pasado próspero, sino también de los procesos históricos que siguieron a su construcción, tan llenos de cultura y trascendencia como cualquier otro. Su visión, respetuosa de la arquitectura de la antigua Tacuba, logró fusionar la huella industrial de sus materiales, el acabado artesanal de sus detalles y una reinterpretación estética y contemporánea, a fin de demostrar que lo viejo y lo nuevo pueden convivir en un espacio multidimensional y comunitario, y así también prefigurar cómo puede verse nuestro futuro.

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