Una casa que se mimetiza con la bahía de Paracas, que adopta sus colores y sus texturas, y que al hacerlo se convierte en el mejor refugio para apreciar la naturaleza. Esto es lo que consigue la propuesta de interiorismo de Jessie D’Angelo.
Por Rebeca Vaisman / Fotos de Gonzalo Cáceres Dancuart
Un desierto al pie del mar. La aparente aridez y la fuente de vida. El encuentro de ambos colores es una de las riquezas de Paracas. Así que no tenía ningún sentido interrumpir el paisaje de la bahía. Su paleta natural fue el punto de partida para la casa decorada por Jessie D’Angelo. De ahí que se pintase todo el exterior de color arena, con apenas unos toques de turquesa y los marcos de las ventanas en blanco. El objetivo fue mimetizarse con el desierto. Poder disfrutarlo sin alterarlo.
El mobiliario y la decoración no solo siguen armoniosamente la paleta costeña: también se inspiran en sus texturas. La piedra que constituye el ingreso a la casa, y con la que se ha enchapado la piscina, es la misma que se encuentra en la playa, en los espigones. Para el piso se eligió un porcelanato con un acabado de madera que evoca la cubierta de un viejo barco. Detalles ornamentales como el uso de sogas y una hélice de bronce aportan una esencia rústica que remite a la vida cerca del mar.
Pero la relación entre el hogar y su entorno busca ser más profunda. Desde la casa, la vida en el desierto cobra una dimensión distinta. “La vista es la parte más importante”, enfatiza D’Angelo. Y así como la arquitectura se aboca al aprovechamiento del paisaje, ubicando el área social en el segundo piso para tener una mejor perspectiva, D’Angelo crea distintos ambientes que dan cara al exterior.
En el comedor principal, una consola de madera envejecida sostiene jarrones de vidrio con restos de soga dentro. También sostiene el gran espejo que ocupa la pared principal, y que incorpora la vista: el reflejo sirve como una pintura viva, y toda la escena habla de historias marinas. La mesa del comedor, compuesta por tablas de madera clara, es rodeada por sillas en color nogal, tejidas en fibra sintética y resina para emular la textura del ratán. Una lámpara modelo Arco se asoma sobre los muebles, y parece flotar sobre su soporte de mármol.
En la sala, la pieza fundamental es una silla heredada del abuelo, y restaurada por la diseñadora. No solo porque su blanco enfatiza la atmósfera de tranquilidad que se pretende dar al espacio, o porque sus líneas rectas y limpias siguen la discreción que la interiorista ha impuesto en la casa. Es importante porque es un elemento con historia, con el poder de evocar años pasados, otras vidas. La casa necesitaba esa narrativa. De hecho, la buscaba: “Se han reutilizado varias piezas antiguas para crear una historia, algo que tanto me gusta lograr con una casa”, explica D’Angelo. Otros objetos de los que se vale son fanales, remos de botes viejos, y muebles de diseño rústico. “Muchas de las piezas han sido heredadas, y otras se encontraron en anticuarios”, cuenta la decoradora. “Son elementos con vida, que dan calidez a la casa”.
Si en el interior se juega con colores crema, arena y diversos tipos de blancos, tanto en las paredes y telas como en la propia madera, en la terraza se emplean acentos naranjas y rojos con charcoal. Afuera, D’Angelo creó dos ambientes, techados bajo un sol y sombra de bambú. Por un lado se encuentra la sala exterior compuesta por un sofá en L, y una banqueta cruzada bajo una mesa movible, “para aprovechar el espacio al máximo”. Por otro, para el comedor de diario, D’Angelo eligió una mesa cuadrada, “el formato más agradable para las conversaciones”, y tanto ese mueble como las sillas son de madera pintada y raspada en gris cálido.
Más allá, al lado de la piscina, cuatro poltronas blancas de curvas sutiles quedan a la intemperie. Esperando por quienes quieran descansar bajo el sol y la brisa marina. Siempre inalterables en un desierto al pie del mar. Felizmente.
Publicado originalmente en la revista CASAS #206