Enrique Ciriani vive en Francia hace cincuenta y tres años, y desde hace nueve comparte su residencia entre el país galo y el Perú. Arquitecto y maestro de varias generaciones, ha sido merecedor, entre otros reconocimientos, del Gran Premio Nacional de Arquitectura de Francia (1983), las Palmas Magisteriales de Hong Kong (1985), el Honorary Fellow del Royal Institute of British Architects (2009) y la Medalla de Oro de la Academia de Arquitectura de Francia (2012). Su fuerte es la vivienda social y Matute, su obra emblemática. Una de sus máximas es: “La construcción nada tiene que ver con la arquitectura, que es un acto de sensibilidad, de generosidad, de convicción”.
Por Laura Gonzales Sánchez / Retrato de Diego Valdivia
Enrique Ciriani es un arquitecto que, ni bien abre los ojos cada mañana, está “absolutamente de acuerdo con todo lo que ve a su alrededor”. Y la explicación es sencilla: porque él lo diseñó. Se refiere al tríplex que, junto a su esposa, Marcela, ocupa en París. Dice que jamás pensó vivir en este edificio que hizo para un cliente. Pero la posibilidad se presentó y ahí pasa ocho meses del año. Los otros cuatro radica en Lima, mientras enseña en el posgrado de la UPC, actividad que le fascina. Hablamos con él en una extensa entrevista que –arbitrariamente– hemos tratado de resumir.
–¿Qué razones puede tener un arquitecto de veintiséis años, con un estudio propio (Ciriani-Crousse-Páez), para dejar su zona de confort teniendo entre manos un gran proyecto por desarrollar como era Residencial San Felipe?
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–Las razones son múltiples, y con el tiempo han ido cambiando. La que quería irse era mi mujer. La verdad es que ya ni me acuerdo, porque durante toda mi vida nunca he mirado hacia atrás. Lo que sé es que siempre he tenido suerte. Nunca he tenido que luchar por algo. En el momento en que estudié la carrera, era la época de oro de la arquitectura en el Perú.
–Por lo visto, la buena suerte también lo acompañó en Francia…
–Llego a Francia, a la que me fui en 1964, y, luego de dar una vuelta a Europa para conocer lo que había visto en libros, me dedico a la arquitectura social y a la enseñanza. Seguidamente, me asocio con Michel Corajoud, paisajista, e integro su Atelier d’Urbanisme et d’Architecture (AUA), hasta que llega Mayo del 68 y cambia todo. Yo, extranjero, empiezo a enseñar en la meca de la arquitectura. Cuarenta años después, ya estamos en la época actual, Miguel Cruchaga me da una oportunidad para enseñar en Lima y regreso en 2009. Eso es suerte. Algo tiene que estar pasando acá.
–¿Qué es lo que cree que está pasando?
–Que estamos en un momento mágico, en el momento más cool, con más cultura sobre la arquitectura contemporánea, porque nunca en la historia del Perú ha habido cuarenta mil familias interesadas en estos temas. Son cuarenta mil estudiantes de Arquitectura en un país que no tiene ni cuarenta maestros. Segundo punto: el 75% de los estudiantes son mujeres, y eso significa que acabó el dominio pura pinta de los hombres. Vamos a entrar a una arquitectura seria, de mujeres responsables que no necesitan que uno les diga que son buenas para que brillen, que no tienen todos esos defectos que tenemos los hombres.
–Si hay tanta gente interesada en este tema, ¿por qué adolecemos de buena arquitectura?
–Porque estamos esperando que los arquitectos sean respetados por los clientes. La ausencia de arquitectura, diría yo, es porque los ricos son incultos. Cuando un rico acá tiene mucha plata, le da las cosas a un extranjero porque así se valoriza él. No se valoriza la arquitectura.
–Pero usted es casi un extranjero. Más de medio siglo fuera y no necesariamente está siendo convocado por los ricos. Quisiera pensar que es porque está sobrecalificado.
–Me encantaría pensar como usted, pero no pienso así. Llevo varios años aquí y las grandes instituciones nunca han tratado de tener un proyecto mío. Sin embargo, les encanta decir que soy Gran Premio en Francia. Hay una especie de gran jolgorio.
–¿Y qué pasó con el proyecto que venía desarrollando para conmemorar el Bicentenario?
–(Guarda silencio unos segundos). Me autosuicidé con una entrevista en un periódico importante. No me controlé y dije cosas que molestaron a Nadine Heredia. Al día siguiente no se volvió a hablar más del proyecto, que consistía en construir en plano horizontal, uniendo tres cerros. Estaría la avenida Gastronómica y todos los sitios con vista entre San Lorenzo y Montserrat.
–¿Hasta dónde se avanzó?
–Presenté los bocetos. Además, se construirían ocho mil viviendas en la ladera sur de estos cerros, y también presentamos los bocetos. Era genial. Lo que más rabia me da es que le dieron el proyecto a Graña y Montero, que va a hacer cualquier cosa. Ya ni lo critico, porque treinta y dos mil peruanos (considerando a cuatro miembros por familia) van a tener agua y luz, por lo menos. Cuando tenemos tres millones sin luz ni agua, uno piensa distinto.
–¿Le pagaron sus honorarios?
–Ni un sol. Ni el taxi. Esa es la nobleza de este oficio. Para mí fue la oportunidad de hacer, de pensar.
–Y de acumular muchos dibujos más. ¿Los ha contabilizado?
–Con mi mujer hemos estado haciendo un poco de inventario, porque hemos realizado una gran venta a Pompidou, en un momento de crisis económica que cayó muy bien.
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Normalmente, los arquitectos donan sus dibujos a este museo, porque les interesa formar parte de su colección. Sin embargo, me enteré de que habían pagado por una maqueta de Frank Gehry un precio exorbitante y, cuando me pidieron que los done, no acepté.
–Usted siempre ha dicho que el dibujo a mano alzada, el croquis, permite aliviar la memoria. ¿A qué se refiere?
–Por ejemplo, usted me dice que en Cieneguilla su tatarabuela dejó tres hectáreas y que quisiera hacer algo en ellas. Yo me quedo con esa conversación y al cabo de media hora ya tengo treinta ideas y hago el croquis para aliviar físicamente la memoria (vuelco las ideas para que ya no estén en mi cabeza). El croquis inicia y crea la historia del proyecto. Las fases de este permiten confrontar qué es factible entre uno y otro.
–¿Y dónde quedan las máquinas?
–Lo que hacen es quitarles a los arquitectos el deseo de dibujar a mano. Se cree que estas hacen dibujos más limpios, mejores… Es la época. Que parezca más industrial lo hace más importante, se piensa. A mí, mis dibujos me parecen mejores. Yo dibujo todo y después se lo paso a mi asistente, que dibuja lo mismo pero en la máquina. Cuando lo veo terminado, me parece que mi dibujo se ha transformado en plástico. No tiene luz, ni textura, ni todo lo que le he puesto.
–En contadas palabras, ¿cuál es la columna vertebral de su obra?
–Espacio moderno. Yo soy un moderno. Yo no hago patios. No hago muros. No hago la planta paralizada. Mi ideal es la planta libre y la planta libre es difícil de hacer en vivienda.
–Es consciente de que la obras quedan y los hombres se van. A casi dos meses para cumplir ochenta y un años, ¿diría que el tiempo se ha convertido en un tirano para usted?
–No. No. Porque ya he tomado decisiones. Si uno no las toma, el tiempo se escapa.
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Además, si Oscar Niemeyer vivió hasta los ciento cuatro años, eso me autoriza a proyectarme hasta los cien. Por ahora solo hago lo que me da la gana. Y, para hacer lo que me da la gana, no hago cosas que me molesten, como ver gente que me cae mal (risas).
Artículo publicado en la revista CASAS #251